miércoles, 30 de marzo de 2011

CINCUENTA PESETAS

Subía por las escaleras como todos los jueves desde hacía mas de seis meses. Aquella casa, oscura y húmeda de la calle Fuencarral, era como la boca de un dragón, inmenso dragón, que se tragaba su juventud nada mas atravesar la vieja portería. Una cueva Oscura, con los antiguos escalones de mármol medio rotos y desprendidos del suelo, la mayoría de ellos. Desconchones en las paredes, grietas, pintadas. Sin luz. Soledad y vacío. Todos los jueves sobre las cuatro y media, según le tenía dicho don Ginés, tenía que estar esperándole en el piso de doña Paquita. Aun recuerda la primera vez y la vergüenza que sintió nada mas empezar a subir aquellos escalones y que todavía hoy seguía sintiendo aunque hubieran pasado muchas semanas desde la primera vez.
Llamó, como siempre, haciendo sonar la campanita de aquella inmensa puerta de madera con la mitad de los floridos ribetes que la adornaban arrancados mostrando abiertamente la falta de rehabilitación del edificio que, según le dijeron, durante la guerra había sido una de las sedes de la CNT pero que tras la entrada de Franco, en aquel Madrid vencido, había vuelto a manos de sus antiguos propietarios. Mientras aguardaba que le abrieran la vieja puerta se quedó mirando, otro jueves mas, aquel medallón con la imagen de Jesucristo que con una mano bendecía al recién llegado y con la otro le mostraba el corazón fuera del pecho por encima incluso de la túnica. Todas las casas de "bien" estaban consagradas al Corazon de Jesus como, Franco, había hecho con España años antes en aquella ceremonia del Cerro de los Angeles. Seguía con la mirada fija en la imagen de laton del fundador del cristianismo.  Alrededor del óvalo que encerraba la figura del “Salvador” la leyenda: “Sagrado Corazon de Jesus. En vos confío” Ella ya no confiaba en nadie. Se había perdido para siempre e iba sin rumbo fijo en aquel Madrid con carteles de “Victoria”, el yugo y la flechas pintados por doquier, bombillas apagadas, cristales rotos, edificios con la marca de los proyectiles y el hambre en cada esquina.
Se acercaba doña Paquita. Oía arrastrar las desgastadas zapatillas de felpa en aquellos suelos a cuadros blancos y negros que se conocía de memoria. Nada mas abrirle la puerta la saludó con dos besos cariñosos en las mejillas y la invitó a pasar con la mejor de las sonrisas. En el viejo comedor, con olor a humedad, estaban alrededor de la mesa de camilla con el brasero calentando sus gruesas y viejas piernas doña Angelita, doña Chon, doña Eulalia y hasta el momento de levantarse para abrir la puerta doña Paquita que mientras limpiaban las lentejas para el dia siguiente, esparcidas como fichitas de juego diminuto sobre la manta cuartelera que servía de tapete, escuchaban silenciosas el capitulo de ese día de “Ama Rosa” La Radionovela que la Sociedad Española de Radiodifusion, ofrecía todas las tardes y que era seguida por millones de mujeres en aquella España vencida por la miseria y la soledad. Despues, como siempre, las cuatro rezarían el santo rosario y harían tiempo para que empezara el consultorio sentimental de doña Elena Francis en la misma emisora y ya, tras este, cada una a su casa y doña Paquita se quedaría sola en aquel caserón de Fuencarral pensando en no se sabe cuantas cosas mientras, ella sola, se bebía tres, cuatro o cuantas copas de coñac hicieran falta para irse a la cama caliente y sin pensar.
Como, doña Paquita no podía hablar en voz alta para no estorbar la audición del serial radiofónico, le susurró al oído que todo estaba  en el “cuartito”, asi lo llamaba, que había puesto una botellita de “anisete” como gustaba a don Gines y que había cambiado esa misma mañana las sabanas. Eso si, le recordó lo mal que estaba la vida y mas para una viuda como ella pero que menos mal, don Gines, era un caballero y siempre a final de mes le daba una ayudita para poder lavar tanta ropa. Que no estaba la vida para andar cambiando las sábanas todas las semanas.
Entró en el cuarto. Sin ventilación ni salidas al exterior. Oscuro, lóbrego, con las manchas de humedad y dejadez en la pared. Desconchada y con dibujos y frases todavía legibles de los ocupantes durante la guerra. Encendió la vieja lámpara de la mesita de noche, descosida y con los flecos medio rotos, se desnudó y se metió en la cama bajo la manta de cuadros rojos y verdes que, a modo de colcha, colocaba doña Paquita para recibir a huésped tan especial. Eso si, como siempre, se dejó puestos la combinación, sujetador y bragas pues ya le dijo que solo ponía dos condiciones: que no la vería nunca desnuda y que de besos en la boca ni uno. Se cobijó del frio de Madrid en la tarde de invierno y aguardó la llegada de aquella persona que, con falsas promesas, la había convertido en ese ser que le daba asco pero que, por Manolo, no tenia mas remedio que interpretar todas las semanas.
Al poco tiempo escuchó que se abría de nuevo la puerta del piso. Oyó sus voces en el comedor. Era don Gines que, como siempre, sin respetar el silencio de la novela, gastaba bromas a las cuatro vecinas: que si están ustedes maravillosas, que si son preciosas, que lastima que tenga a mi “bomboncito” esperando pues, de otra forma, iban ustedes entrando por cola, que si esto y que si aquello. Ellas, interrumpían el dialogo de aquellos actores radiofónicos, y correspondían igualmente con bromas a los requiebros de aquel hombre.
Entró en la habitación apenas sin poder respirar del esfuerzo de subir los cuatro pisos andando y sobre todo por su gruesa anatomía de hombre que no pasa hambre y que tiene cuanto se le antoja. Viejo abogado con mas de sesenta y cinco años. Bajito, calvo y grueso en demasía, la había recibido meses atrás en su despacho de la calle del Arenal donde había acudido por recomendación de la señora a la que limpiaba la casa. Se lo habían aconsejado pues, según decían, era el cuñado de un General de Estado Mayor y tenía enchufe en el Tribunal Militar que había de juzgar a su Manolo. Un hombre con muchos contactos en Madrid, le dijeron.
Manolo y ella estaban seis años casados. El era empleado del Matadero Municipal de Atocha y ella salió del pueblo, por primera vez, cuando viajó a aquella ciudad inmensa. Moza joven y guapa, simpática y afable se ganó pronto la amistad de todas las mujeres que vivian en aquella humilde barriada cerca de la vieja estación del ferrocarril. El único crimen que había cometido Manolo es que militaba en el Partido Socialista. Eso fue lo único que encontraron aquellos falangistas cuando pusieron su humilde casita patas arriba. Le abofetearon, le propinaron un brutal paliza y tuvo que contemplar, sujeto por tres de aquellos jóvenes guerrilleros, como otros dos, la violaban a ella repetidas veces mientras el pequeño Pablito, en su cunita, lloraba asustado por el escándalo. Nunca olvidará el llanto desconsolado de su hijo mientras aquellos dos salvajes hacían con ella todo cuanto se les antojaba y Manolo contemplaba la escena entre gritos y lamentos sujeto por otros dos y con un tercero apuntándole en la cabeza con la pistola. Después, cuando se cansaron de ella, desaparecieron y casi un año después supo, por una vecina, que su marido estaba en la cárcel donde la habían condenado a cadena perpetua. Ella le había dado por muerto y como viudad se comportaba todo aquel tiempo. Si bien nunca perdió la esperanza de que, su hombre, pudiera estar vivo en cualquier rincon de aquella España cuartelera.
Así fue como doña Carmen le recomendó visitar a don Ginés. El tenia mano en el Tribunal Militar y seguro que, yendo de su parte, se tomaría todo el interés del mundo. La primera tarde le atendió, la segunda empezó a insinuarse y la tercera ya, abiertamente, le estuvo palpando sin disimulo alguno el escote y los muslos. Si quería salvar a su marido tenía que ser cariñosa con él pues aquello no era fácil, de ninguna manera, y él no podía hacer mas de lo que estaba haciendo. Se estaba jugando su prestigio de abogado católico y de bien aparte de su matrimonio. Pues su mujer y su hijo mayor le preguntaban constantemente que interés tenía él por salvar a un “rojo de mierda” que solo merecía el fusilamiento. Asi que ella, tenia que ser comprensiva y cariñosa o de lo contrario veía a su marido, una madrugada, en las tapias de la Almudena con seis balas en el cuerpo y después arrojado a la fosa común donde haría compañía a todos los malnacidos republicanos que habían destrozado “su Madrid”. Asi comenzó el asedio. Una tarde tocamientos, otra una eyaculacion sin disimulo, una tercera la obligaba a que le acariciara su miembro erecto. Incluso una le obligó, sentada alli mismo en aquel viejo sillon de cuero descosido a que le hiciera una felacion a cambio de "firmar un papel" que llevaría esa misma noche a su cuñado para que, Manolo, saliera al mes siguiente del penal. Manolo no salió aquel mes, ni al otro ni al siguiente.
Como quiera que el despacho no era un sitio muy discreto, y el viejo era insaciable, fue cuando entró en escena el piso de Fuencarral de doña Paquita, vieja conocida cuyo marido fue cliente, y que le dejaba una discreta habitación a cambio de un billetito a final de mes para que pudiera hacer frente a los gastos. Así fue como todos los jueves, a las cuatro y media, ella se adentraba en aquella cueva para recibir los cada vez mas escasos empellones de aquel viejo gordo y de carnes fofas que, enseguida eyaculaba, se lavaba en la desconchada palangana y se despedía de ella con las mismas palabras: “Tranquila mujer, tranquila, que lo de tu Manolo va bien. Va muy bien. A ver si el próximo mes ya sabemos algo”… si estaba mas comunicativo, después de aquello le soltaba cualquier grosería pues, aunque ella se había acostumbrado ya y no le hacía ni caso, el solamente se excitaba llamándola puta, zorra, roja de mierda o perra en celo por falta de macho… A ella le daba lo mismo. Que acabara cuanto antes aquel suplicio y a la calle a respirar el aire del viejo Madrid con una semana de libertad por delante.
Aquella tarde, cuando terminaron, don Gines sacó su viejo monedero de piel de cocodrilo y tras buscar entre las monedas dejó sobre la mesita de noche un billete de cincuenta pesetas. Toma, le dijo, comprale algun capricho a Pablito que hoy he  ganado un caso muy viejo y me han dado unas cuantos miles de duros. Para que no digas que no soy considerado contigo y con tu hijo.
Cuando se marchó y se estaba vistiendo lloró emocionada al coger el billete que guardó, como el mas preciado de los tesoros, entre sus pechos magullados y mordidos por aquel ser asqueroso. Estaba próxima la Navidad y con aquel dinero compraría harina y huevos en el mercado negro. Unos limones para raspar su corteza y un poquito de canela. Le haría a Manolo un bizcocho como regalo de Navidad ya que iría, por esos días, a verle a la cárcel según le había prometido don Gines. Sería su mejor regalo pues seguro que, Manolo, no comería tampoco en la cárcel. Si sobraba algo de las cincuenta pesetas también buscaría galletas para Pablito y que notara que era la fiesta mas bonita del año. Pero lo primero que pensó fue en el bizcocho para su hombre e incluso donde se lo haría llegar: Una preciosa caja de carton, a modo de cofrecito, que le habia regalado el un dia con una bufanda en su interior y que habia comprado para que ella la conservara siempre y metiera alli sus recuerdos de vida en comun y de amor sin limite.
Al salir a la Gran Vía, con el sol perdiéndose por los edificios de la Plaza de España, mientras Madrid tinta sus cielos con ese azul que solo Velazquez supo plasmar con sus pinceles, en aquella ciudad “de luz invernal velazqueña", se topó de golpe con un gentío inmenso que aplaudía un desfile de falangistas, flechas y pelayos que en marcial formación por escuadras discurrían por la gran arteria de la capital. No podía pasar asi que no tuvo mas remedio que pararse en una acera apretada contra la pared mientras todo el mundo saludaba, brazo en alto, a las jóvenes promesas, valientes promesas, de la nueva España… entre los vitores, las palmas, y los gritos de euforia solo escuchó apenas una estrofa de aquello que cantaban….. “Arriba escuadras a vencer que en España empieza a amanecer”…. Al oir aquello, sin poderlo remediar, se orinó encima de miedo y el liquido caliente discurrió por entre sus piernas cayendo a los viejos adoquines de la Gran Via. Vino a su memoria aquella infame violación, las camisas azules, las botas y los correajes y aquella estrofa, mientras, arrastrándolo, se llevaban a su Manolo por entre el barro de la humilde barriada obrera y aquellos asesinos cantaban a voz en grito…”Arriba escuadras a vencer que en España empieza a amanecer”….  

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