martes, 20 de marzo de 2012

EL CUENTO DE TODAS LAS NOCHES

 
Como todas las noches desde hacía tres años cuando ya se puso cómoda, se había puesto el camisón,  la bata,  cepillado el pelo y quitado el leve maquillaje que se ponía en su rostro todavía juvenil,  entró en la habitación de Sergio para contarle el “Cuento de la Estrellita” que era el que más le gustaba al niño.  Ella,  durante aquellos tres años, siempre variaba el cuento con algún cambio argumental para que, su hijo, no se aburriera con la misma historia.  Si bien, es cierto, que el niño siempre le pedía que le contara “lo de la estrellita”. Aquella noche como todas las precedentes, también fue hasta su habitación para contarle aquel cuento.
Era una historia que, ella misma, se había “inventado” para su hijo que noche tras noche acababa riendo con lo que le contaba su madre y mas, cuando ella, al contarle lo de “la escalera” para alcanzar el cielo terminaba con aspavientos, haciéndole cosquillas y él se reía con todas sus ganas. ¡Como disfrutaban ese rato, antes de dormir, la madre y el hijo!

Erase una vez, comenzaba contándole, que un niño se hizo muy amigo de una estrellita que estaba sola en el cielo. Separada de las demás, esa estrella, para los ojos del niño era la más hermosa y bella. La que más brillaba. El niño quería muchísimo a la estrellita y todo, todo el día se pasaba pensando en ella y deseando que se hiciera de noche para verla brillar allí en el cielo.

La estrellita, como estaba sola y nadie le hacía caso, dejó que el niño la quisiera y le hizo gracia aquel cariño que el pequeño, como tú Sergio, le daba todos los días. Aquel niño, después de mucho buscar por el bosque encantado, encontró un día la escalera para subir hasta ella y así lo hizo.

Eran peldaños de azúcar, después de algodón, luego de nieve, otro tramo de perlas, los tenía también de espuma del mar, mas tarde de flores de azahar… todos los escalones eran blancos, preciosos, para subir hasta el cielo. Una escalera larga, larga, largaaaa (y al decir esto abría los brazos para abarcar toda la habitación y su hijo se reía al ver a su madre hacer aquellos gestos grotescos)

Pero a medida que el niño se acercaba, la estrellita, se fue haciendo más y más popular en el cielo. Otras estrellas y otros luceros descubrieron su luz y se fueron acercando a ella más y más. Ya no estaba sola ni necesitaba al niño para nada. Tenía a otros niños y otras niñas. Pero él seguía subiendo la larga escalera para acercarse hasta ella. Y el niño siempre estaba deseando que llegara la noche para verla brillar.

 Hasta que un día se cayó un porrazo y se dio cuenta que era imposible llegar hasta el cielo por aquella escalera. Ya no volvió a subir, ya no intentó acercarse nunca más, pero desde la tierra, todas las noches, se quedaba mirando a lo alto para ver brillar a su querida estrellita que ya no estaba tan sola. Aquel niño se había quedado en la tierra con su papá y su mamá, como tu cielo mío, antes que seguir persiguiendo a una estrellita que nunca podría alcanzar. Y además, como era un niño muy bueno, él estaba contento porque aunque no pudiera alcanzarla, su estrellita, brillaba mucho más que todas las demás. Y con eso ya era feliz.

Siempre igual, siempre lo mismo. Y el niño, cuando le hablaba de la estrellita y de lo hermosa que era, se reía con todas sus ganas le echaba  los brazos al cuello y le decía muy bajito “mi estrellita eres tú, cuanto te quiero mamá yo no te voy a dejar sola nunca”… Y ella, emocionada, le llenaba de besos mientras le arreglaba la sabana y el edredón para que no pasara frío y no pudiera destaparse durante la noche.

Carlos se acercó a ella después de observarla mucho tiempo en la puerta sin querer interrumpirla. Cuando ya estuvo a su lado la levantó de la cama con suavidad, con todo su cariño, la apretó contra su pecho y con sus besos secó las lágrimas que corrían por sus mejillas.  Hacía dos meses que, Sergio, había muerto de leucemia pero ella, todas las noches, seguía entrando en la habitación y sentada, sobre la cama vacía, le contaba a su hijo el “cuento de la Estrellita”.




lunes, 19 de marzo de 2012

LA CARTA

 Apoyado sobre la mesa del pequeño despacho, con la cabeza hundida entre sus brazos, escondía su rostro. Había dejado, en el expediente, la copia de la carta encontrada entre las ropas de aquel hombre y que el juez había ordenado fotocopiar para que formara parte de las diligencias. En una funda de plástico, la carta, estaba en el interior de una carpeta con el anagrama del Cuerpo Superior de Policia.

Señor Juez cuando encuentren mi cadáver no culpe a nadie de mi muerte pues soy yo el que por voluntad propia ha querido marcharse de este mundo. Solo yo tengo la culpa. Me he cansado de vivir. Hasta aqui he llegado.
Ha sido una vida muy dura. Me marché de casa y abandoné a mi familia cuando mi hijo tenía apenas cuatro meses de edad. Conocí a una mujer, me enamoré de ella, lo dejé todo y me fui a vivir a otra ciudad pero, a los pocos meses, ella me dejó por otro y comenzó mi infierno. No quiso saber nada mas de mi y me quedé tirado en una ciudad donde no conocía nadie y ni siquiera tenía trabajo. Ella me destrozó la vida.
Lo había perdido todo.  Mi piso, el poco dinero que tenía e incluso la decencia y la vergüenza. Me quedé hundido para siempre. Me marché de aquel lugar y me fui bastante lejos. A la capital. Allí empezó mi infierno pues estuve viviendo en una habitación alquilada en una chabola de un barrio marginal. Una puta me dio cobijo durante un tiempo y acabé, incluso, pegándole una paliza por celos que le costó perder uno de sus ojos. En el fondo creo que me quería pues nunca me denunció. Aunque su familia juró vengarse. Tengo el SIDA señor juez. Se me han caído todos los dientes de la boca y el pelo lo perdí hace mucho tiempo. Con poco más de cincuenta años verá usted que parece que tengo ochenta por lo menos.
 Trapichee con la droga, me enganché a ella y a la bebida. Tiré incluso de navaja en alguna ocasión y he robado, muchas veces,  para poder comer. La única compañía que he tenido en todos estos años ha sido la de la soledad. He hecho de todo señor juez y no merezco el perdón de Dios ni el de los hombres. Después y con todo perdido, volví a esta ciudad para encontrar la pista de mi hijo. Lo único que quería era conocerlo y pedirle perdón por el mal padre que fui y como me porté con él.  Pero ha sido imposible pues no he dado con la pista ni de él ni de su madre. Como si se los hubiera tragado la tierra. He ido por mi barrio antiguo, allí ni se acuerdan de ellos. He intentado acercarme a los que eran nuestros amigos de entonces pero me han echado a la calle sin contemplaciones. Todo cuanto he hecho por encontrarlos no ha servido para nada. La gente me ha dado de lado y ni siquiera se compadecen de mi. Nadie quiere saber nada.
He vivido, noche a noche, durmiendo en portales y cajeros de los bancos. He pedido por las calles, he robado para comer y el otro día incluso unos jóvenes me pegaron una paliza cuando buscaba comida en un contenedor.
Estoy cansado de vivir señor Juez. Además creo que, los Romeros, vienen a buscarme pues me ha dicho un colega que se ha enterado que han encontrado mi pista. Son los primos de aquella pobre puta a la que le rompí la cara. Yo no les tengo miedo, señor Juez, pero mi cuerpo ya no quiere más palizas.  Además ¿Qué hago yo en este mundo? Aqui ya no pinto nada. Mas solo es imposible estar. Me he cansado de vivir.
Por eso, hoy, día de San José cuando también se celebra el día del padre he decidido quitarme la vida cortándome las venas con mi navaja, la que siempre me ha acompañado en el bolsillo, y que Dios si existe me perdone. No culpe usted a nadie de mi muerte pues el único culpable he sido yo.
Juan Rubio Pomares

El inspector Juan Rubio Gonzalez tenía ante sí el caso más duro de toda su brillante carrera policial. Laureado con la Cruz al Merito Policial por diversos servicios y distinguido por su labor en Afganistán ahora tenía, sobre la mesa de su despacho, la carta de un suicida. La que habia escrito horas antes el padre que nunca conoció. Su padre.


domingo, 18 de marzo de 2012

LA BODA


Era una mañana soleada de domingo quizá como anticipo de esa primavera que anuncia su presencia en el calendario. Un día de cielos azules y espléndidos. Hora de aperitivo y paseo. Familias con niños, parejas de novios, adolescentes en pandilla, matrimonios cogidos del brazo. Las terrazas con todas las mesas ocupadas. Una jornada familiar y de descanso.

 Como todos los días, se sentó junto a la puerta llamada “del Perdón” en aquella iglesia del centro de la ciudad. Sus ropas, de los fondos de Cáritas,  harapientas  ya por el uso. Un pañuelo cubriendo su cabeza y parte del rostro pues, todavía, le daba vergüenza que la vieran mendigar a las puertas del templo. Por si alguien  la reconocía pese a los años transcurridos. En sus manos ajadas y viejas, manos cansadas de tanto sufrir y vivir, un vaso de plástico para que en ese recipiente aquellos que quisieran le depositaran una moneda.






Su vida había sido así en los últimos cinco años. Todo se le había derrumbado y la calle, y la caridad, eran la única puerta que encontró abierta para poder sobrevivir.

La suya,  fue una juventud marcada por el noviazgo con Antonio, aquel joven carpintero que cuando ella le comunicó que estaba embarazada desapareció del pueblo. Se fue, según le dijo, a Barcelona y nunca más supo de él. Tras el penoso embarazo, que vivió en soledad pues su padre la echó de casa, tuvo que soportar la más terrible noticia cuando le dijeron que su niña había nacido muerta. Rehízo su vida. Años después, trabajó en una fábrica; limpiando escaleras y cogiendo fruta, por el campo, en cada temporada.

Todo cambió cuando conoció a Jesús. Se enamoró perdidamente de él. Y se fue , siguiéndolo, a otra ciudad.  Pero los primeros meses de convivencia dieron paso a un infierno de palizas, agresiones, vejaciones e incluso aquella noche, la última que pasó con él, en  la que atándola y amenazándola con una navaja, la obligó a  tener sexo con dos amigos, uno detrás de otro, con los que mantenía una deuda por un turbio asunto de papelinas de droga. A la mañana siguiente, aprovechando que él no estaba en la casa, salió de aquella ciudad para no volver jamás.

De nuevo en su tierra, la mendicidad, la caridad, las calles en definitiva fueron el hogar donde poder subsistir el tiempo que le quedara de vida.
Sentada allí, en la puerta de aquella iglesia, pensando en su vida pasada, no se dio cuenta de la llegada de la boda. Todos con vestidos caros y lujosos, radiantes, felices. Contraste durísimo  con lo que ella había pasado y que la abocaron, sin remedio, al infierno de su propia vida.
Los invitados y familiares, a la salida de la ceremonia, fueron  generosos, unos más que otros, y depositaron varias monedas en el vaso de plástico que tenía en sus manos. Hasta un billete de cinco euros le entregó uno de ellos. Salieron los novios ya convertidos en marido y mujer. El con frac. Ella con un precioso vestido con más de dos metros de cola y encajes. Arroz, pétalos de rosas, brindis con cava, fotografías, petardos y tracas. La felicidad envolvía a aquella pareja radiante que, a diferencia de ella, iniciaban con amor e ilusiones un nuevo camino juntos.

De pronto, la novia, se fijó en ella. Dejó al que ya era su marido que la tenía cogida de la cintura, y se acercó hasta donde ella se encontraba allí sentada en el suelo. Extrajo dos rosas preciosas de su ramo de novia y se las entregó con una sonrisa preciosa que le iluminaba la cara: “Tome señora. No llevo dinero pero si mucha felicidad ahora mismo. Ojala estas flores le hagan más feliz el día”  Gracias señorita, atinó a decir ella, desconcertada por el detalle que aquella bellísima chica había tenido con ella.

Cogió las rosas y estuvo un rato oliendo su penetrante aroma. Después las apretó contra su pecho, tras besarlas, mientras que novios e invitados abandonaban el atrio de aquel templo en una soleada y primaveral mañana de domingo. Los niños seguían jugando y las terrazas estaban llenas de gentes felices tomando el aperitivo.

Lo que nunca supo ella  es que, aquella novia que le había regalado dos rosas de su ramo, era su propia hija. Aquella niña que le dijeron que había nacido muerta y que sin embargo le robaron en el mismo hospital privándola, seguramente, de haber tenido otra vida muy distinta.