viernes, 11 de marzo de 2011

LA OTRA DIMENSION

Por fin estaba en paz. Por fin había alcanzado la felicidad. Después de más de veinte años de sufrimiento lo veía todo distinto, diferente. Era un estado que desconocía hasta aquel momento y que la había sumido en una especie de sueño donde la realidad y lo desconocido se conjugaban perfectamente. Era feliz. Esa fue la consecuencia que sacó de aquel estado en el que se encontraba. Que por fin, era feliz. Muy feliz.

La historia, su historia, había comenzado veinte años atrás cuando se conocieron en una fiesta de cumpleaños de unos amigos. Su prima Rosa los presentó. Fue, lo que se dice, un amor a primera vista. Empezaron a salir juntos. Primero con el grupo, después ya solos. Entonces él era completamente distinto. Simpático, cariñoso, atento, cortés, detallista… La encandiló a primera vista. Nada podía predecir la vida que, años después, vivirían junto y el terrible calvario que ella tuvo que pasar.
Todo comenzó un día que le recriminó la ropa que se había puesto. Un vestido que, precisamente, se había comprado para estar guapa “para él”. Tenía mucho escote y, según le dijo, se le veía el pecho. Se lo tuvo que quitar aquella misma tarde y apenas lo lució media hora, el tiempo de arreglarse y salir a su encuentro. La acompañó a su casa y la obligó a cambiarse si quería salir aquella tarde. Otro día fue el maquillaje, mas adelante le echaba en cara que saludara a otros hombres. Incluso, cuando iban por la calle, cogidos de la cintura o de los hombros, como ella saludara a otros, disimuladamente, le daba un pellizco en sus brazos para afearle aquella conducta, que según él, era impropia de una chica con novio “formal”. Pese a todo estaba locamente enamorada de aquel hombre. Le quería y esos pequeños detalles, como ella los calificaba, eran únicamente muestras de su infinito cariño: “está enamoradísimo de mi” decía siempre a las amigas y compañeras del trabajo.
Al final, tras un noviazgo de cuatro años se casaron un domingo luminoso del mes de abril. El primer tortazo, precisamente, le vino a los dos días de la boda. Estaban en un hotel de la ciudad donde tenían un vuelo contratado para viajar a Paris. Bajaron por la mañana a desayunar al comedor del hotel y coincidieron con un grupo de personas de una compañía de seguros que estaban haciendo un cursillo de ventas en aquellas instalaciones hoteleras. Uno de aquellos hombres era del mismo pueblo de ella. Amigos desde la infancia, compañeros de colegio, pero que faltaba de allí desde hacia quince años. Nada más verla se fue directo a su mesa. La sorpresa primero, la alegría después, el reencuentro de dos viejos compañeros de pupitre y correrías infantiles por las tranquilas calles de aquel pueblo muchos años antes. Se besaron, se abrazaron, le presentó a su marido y le dijo que estaban de “luna de miel”. Aquel joven, amigo de ella, les dio la enhorabuena, les deseó lo mejor y cuando iba a volver a su mesa le dijo a él: “Cuídamela mucho que te has llevado a la mejor mujer que existe. Da gracias que no estaba yo allí pues me hubiera casado con ella”… Ahí se acabó el desayuno. Se levantó de la mesa, la cogió de las manos por la fuerza y tiró de ella hacia los ascensores. Una vez dentro del pequeño habitáculo le soltó un bofetón que la derribo al suelo. La insultó y la vejo hasta extremos insospechados y le recriminó que fuera por ahí provocando a “los tíos”… Antes de salir para el aeropuerto, de rodillas en la habitación del hotel, le pedía perdón por su actitud violenta. “Te quiero tanto, le dijo, que no puedo soportar que mires a nadie más”
Escenas de estas, lo recuerda ahora en ese estado de felicidad que ha alcanzado, se repitieron a lo largo de su vida. En una cena de celebración de la boda de su amiga Paqui porque un conocido, pasado de copas, le estuvo “tirando los tejos”. Aquella noche aparte de los tortazos, le propinó varias patadas una vez que estaba en el suelo. Otro día en el cine porque miraba mucho al de la butaca de al lado. O aquel otro viendo una procesión de Semana Santa pues, según él, abría y cerraba las piernas constantemente para “enseñarle las bragas” al que tenían sentados en la tribuna de enfrente. Así una y otra vez. Palizas, insultos, vejaciones pero ella siempre lo justificaba diciendo que le quería con locura. Que era un hombre bueno, honrado y trabajador y que todo aquello era porque, a lo mejor, ella se lo merecía. Que tenía que pensar que era una mujer casada y que no debía hacer según qué cosas. La tenía anulada por completo.
Dos años después llegó Patricia, casi a los once meses más tarde Cristina y al año siguiente Mercedes. Tres hijas que, según pensaba ella, serían la alegría de aquella casa y el único motivo para seguir aguantando palizas y vejaciones. Desde el nacimiento de la primera niña las cosas se habían ido complicando muchísimo. Ya era por todo: la comida dulce, o salada. La cerveza caliente o demasiado fría. Las camisas con arrugas o sin arrugas. La luz encendida del aseo o que se había dejado enchufado el calentador toda la noche. Ella era una inútil, una desgraciada, un bulto, un engendro. No valía para nada, no era nadie. Era una “coneja” que solo servía para parir. Ni follar sabia. Así un día y otro día y otro… Más de trece años soportando vejaciones y palizas. Más de trece años aguantando insultos. Una vida tirada por la borda y convertida en un infierno del que era difícil escapar.
La gota que colmó el vaso fue un día que su amiga Maria Jose, su única confidente, le animó a visitar a una psicóloga para que ésta le ayudara y aconsejara en lo que debía hacer y qué decisión debía tomar con respecto a su matrimonio. No se dio cuenta que, su marido, la siguió hasta la consulta de aquella profesional y después, cuando salió, escondido entre la gente hasta que llegó a su casa no la perdió de vista. Las niñas estaban en el colegio.
Entró con la furia dibujada en su rostro. Él no sabía que había ido en busca de ayuda e interpretó la visita de ella en aquel edificio como que había ido “a ver a su chulo”. Seguro que había estado con otro. Aquellas imágenes en la cama con otro le volvieron loco.
La empujó primero contra la pared, le propinó golpes por todo el cuerpo. La desnudó a tirones, la pateó en el suelo. Le pisó la cabeza. La siguió golpeando con saña pese a que ella sangraba en abundancia. Cogió la barra de las cortinas, que había tirado al suelo en su ataque de furia, y la golpeó en repetidas ocasiones. La forzó con las manos buscando restos de semen de otros hombres. La violó dos veces. La penetró por el ano vejándola y maldiciendo la hora que se había casado con aquella “puta en celo”… Le hacía un daño terrible. Hasta que llegó un momento que a ella le daba igual lo que le hiciera pues se había abandonado por completo en ese  estado de semi inconsciencia que produce el dolor desgarrado. Un dolor que puede ser incluso “dulce” pues, de tan fuerte, te hace perder el conocimiento.
Cuando el se marchó de casa, llamó como pudo a su amiga para que la ayudara. Fueron rápidamente a urgencias. Desde el centro sanitario pusieron en marcha el protocolo de actuación que se hace en estos casos y a los pocos minutos, varios agentes de la Policía Nacional, le tomaban declaración.
No recuerda con exactitud que ocurrió después. Sabe que se fue a casa y que subió sola. Nada más cerrar la puerta, llegó él. Al parecer la había estado siguiendo y vio como había hablado con la policía. Estaba en la cocina preparándose una infusión de tila, cuando entró precipitadamente, de nuevo golpes, insultos, patadas y sin darse cuenta apenas, sintió que algo le desgarraba las entrañas. Una y otra vez y otra, y otra más… el cuchillo que había junto al “jamonero” entraba y salía de su cuerpo como si fuera de mantequilla y la sangre encharcaba el suelo gris de la cocina. Un río de sangre que se colaba, incluso, por debajo de los muebles de cocina que con tanto sacrificio había comprado ella cuando preparaba la boda con aquel miserable del que se había enamorado.

No sabe más. No recuerda nada más. Su cuerpo cubierto de sangre está allí desmadejado y roto en mil pedazos. Él ha salido huyendo de la cocina. Ella está feliz. No siente nada, no le duele nada. Contempla la escena desde arriba, como si estuviera colgada del techo. Lo ve todo desde otra dimensión. Todo es paz y silencio. Una luz blanca, intensa, deslumbrante, se la ha llevado no sabe dónde. Solo se ha dado cuenta que, desde que entró en ese túnel de luz, no le duele nada, no siente nada. Todo es paz, quietud y silencio.
Patricia, Cristina y Mercedes han vuelto del colegio. Las oye que la están llamando desde el comedor. La buscan. Se imagina que han dejado sus mochilas, como siempre, encima del sofá de cualquier manera. Oye las pisadas por el pasillo. Vienen corriendo. Se acercan. Ahí las tiene a las tres. Quietas como estatuas. Se han quedado paralizadas. Contemplan su cuerpo roto en mil pedazos, la sangre que todo lo ocupa.. Patricia, la mayor, se abraza a Mercedes. Cristina se tira encima de aquel cuerpo y grita desolada: “Mama, mama, mama, mama”……

Ella lo ve todo “desde otra dimensión” donde jamás volverá a sentir dolor.

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