lunes, 28 de febrero de 2011

LA BODA EN LA HUERTA (estampa del recuerdo)

Amanece radiante la mañana en la huerta... La primavera obsequia con mil colores que, bajo el dosel esmeralda, se enseñorean del paisaje que rodea la ermita del lugar. Las desnudas ramas de los arboles, que perdieron sus hojas en los crudos dias del invierno, se pueblan hoy de calidos copos de nieve que forman las blancas flores de azahar. La huerta viste sus mejores galas. El caserio ha cubierto de flores sendas y carriles para vestirse tambien con el traje de gala del nuevo tiempo que nace.

A lo lejos se escucha el murmullo de mozos y mozas y de las gentes del lugar que, alegres, caminan hacia el humilde templo de tejadillos de rojas tejas morunas porque hoy, por fin, van a sellar su amor para siempre José y Paquita. Las golondrinas revolotean nerviosas alrededor de la tosca cruz de hierro que corona el cupulin de la ermita y escriben un himno de amor en los siempre limpios cielos azules de aquel rincon de la huerta. Gilgueros, verderones y "caverneras" entonan con sus trinos una singular marcha nupcial que la naturaleza entona en una mañana como esa.

Han sido muchos años de noviazgo. De “pelar la pava” como decimos por estas tierras. Primero, el mozo, pidió permiso para cortejarla. Mas tarde llegó a la casa con la tradicional “jarra de novia” de cerámica lorquina y la madre de ella, bebió del agua fresca que contenia el artistico y humilde recipiente. No habia duda. José habia sido aceptado.

Mas tarde, habló con el padre de ella. Se inició el romance y todos los dias, después de la faena en la tierra, se lavaba en el “partior” de la acequia, se cambiaba la camisa y caminaba gozoso hacia la barraca de ella para estar alli, a su lado, inmóvil como una estatua y declarandole con sus ojos el amor y la pasion que sentia por la joven huertana.

Todo ha quedado atrás. Mañana lo contaran a sus hijos y hablaran de aquel romance que surgió una noche de verbena en el humilde caserio. Una noche de luna llena, con un cielo cuajado de estrellas, cuando ella ensimismada como estaba parecía una virgen de los altares. Una hermosura, que nunca antes habia visto él, y que al instante actuó sobre su alma para unirlo para siempre a los destinos de Paquita. Aquella moza sería la madre de sus hijos.
Y desde aquella noche de luna llena, José, solo tuvo el pensamiento en ella. Hasta que consiguió que la guapa moza fijara tambien sus grandes ojos negros en aquel joven que, por ella, estaba locamente enamorado.

Han llegado los amigos. Vienen los padrinos (siempre rumbosos pues el hombre obsequiará a la chiquillería con caramelos y golosinas sin olvidar, por supuesto, cuatro reales para los monaguillos). Dará el señor cura sus bendiciones y tras la misa, la explanada de la ermita, sera improvisado recinto festivo donde las cuerdas de la guitarra haran callar a todos para que suenen malagueñas y parrandas, pardicas y jotas en honor de José y Paquita que, por fin y con la bendicion de Dios, ya son marido y mujer.

No habrá viaje de novios. Esas cosas no son para los pobres. No hay costumbre. Ademas, en esos años,  no estan las economias para tanto gasto. Pero habrá una sencilla “convidá” a vino, torraos y avellanas y después, tras el baile, espera la calida barraca. El humilde hogar de la nueva pareja donde a partir de ese momento y ya sin testigos de por medio, José y Paquita, hablaran de amor para siempre en las frias noches del invierno huertano o en las calidas veladas del verano de la vida. Sentados bajo la techumbre de la parra, las noches de luna llena, recordaran aquella verbena donde sus corazones se unieron para siempre mientras el arrullo del agua que rompe en el cercano "partior" de la acequia, les trae el susurro de vida que corre por los bancales de la huerta que es su único sustento.


Cuando pase el tiempo, la quietud de las horas, se verá interrumpida por el llanto inconsolable de una criatura que a duras penas duerme en la sencilla cuna de madera que, José, ha hecho con el tronco de la morera para que su hijo descanse. Humildísimo ajuar de la vivienda huertana hecho a base de inmensos sacrificios y siempre contando con el cielo como el perfecto aliado para que no estropee la cosecha con la lluvia, las heladas, los vientos o los inmisericordes soles del estío. A fuerza de sudor, el huertano, irá teniendo vasijas, platos, vasos, platera, fresquera, artesa y ropa para la cama o sillas de enea para pasar las veladas bajo el cobijo de la lumbre en las frias noches del invierno o para estar, en la puerta, liando un cigarro mientras descansa de la dura faena del dia.

Pero esa ya es otra historia. De momento, vivamos la alegria desbordante de novios, amigos y familiares que, en una jornada de primavera, han sellado su amor para siempre en una humilde ermita de la huerta murciana. Cuando pasen los años, una vieja fotografía amarillenta por el paso de los años, colocada en un soporte de madera sobre la superficie del Arca recordará para siempre, pese al paso de los años, que ellos se han querido toda la vida y que aquel dia, en el que se conocieron en la verbena, pese a los años transcurridos, sigue siendo la noche mas hermosa para una pareja que se bautizó en amores bajo los rayos de plata de la luna de primavera.

sábado, 26 de febrero de 2011

UN DIA CUALQUIERA

Camino de casa, con la música de Enrique Bunbury puesta en el CD del coche, iba pensando que precisamente en un concierto del músico aragonés se habían conocido. A ambos les encataban los temas de este nuevo álbum y se conocían de memoria todos los anteriores. Aquella primera noche, cuando se conocieron, la pasaron hablando de la vida y música de su particular ídolo. Incluso sabían, ambos, la primera actuación con apenas doce años de edad cuando tuvo su primera guitarra. Sus composiciones, su música, su estilo, tuvieron mucha culpa en aquel amor que había surgido a primera vista.

Iba pensando en todo eso en mitad del caos de tráfico que tenia la ciudad a aquellas horas de la noche cuando comercios y locales comerciales cerraban sus puertas y las gentes volvían a su casa en busca del merecido descanso. También estaba deseando llegar pues había sido una jornada especialmente agotadora. El trabajo en la redacción, la elaboración de las noticias, las reuniones de apertura y cierre, las discusiones con los compañeros, el estrés diario, todo se acumulaba a esas horas cuando ya la noche llegaba y se daba cuenta que había estado mas de diez horas dependiendo del ordenador, la noticia de portada o el concejal de turno que se lamentaba porque, el periódico, no había reflejado realmente lo que él había declarado en el Pleno Municipal.
Si, eran jornadas agotadoras y estaba deseando llegar para descansar. Entrar en aquella pequeña fortaleza, su particular Castillo, donde quedaba libre de presiones y de agobios laborales. Era el refugio de los dos. Aquello lo llamaban cariñosamente el “santuario del amor” donde no tenia cabida nada ni nadie que viniera a importunar las horas del merecido descanso.

Le estaba esperando. Un suave beso en los labios y una tierna caricia fueron la bienvenida al coqueto apartamento que habían alquilado en una de las modernas urbanizaciones que rodean la ciudad. Cambiaron impresiones, mientras se desnudaba. Se fue a la ducha. Todas las noches pasaba largos ratos bajo el chorro de agua tibia que recorría su cuerpo como una caricia más. Aquel “bautismo” que suponía ese rato intimo era como el renacer a la vida. Aquellos chorros reparadores se llevaban, desagüe abajo, las tensiones acumuladas en aquellas agotadoras jornadas.
Se puso el viejo chándal, al que le tenía un cariño especial, y fue a la cocina donde ya tenían preparadas las bandejas para la cena. Una ensalada  variada, un sándwich de York y queso fresco y una pieza de fruta. Las dos copas de agua y una botella de marca embotellada que era la que, tradicionalmente, siempre compraban en el supermercado, los sábados por la mañana, cuando ambos iban a hacer juntos la compra para toda la semana.

Tras la cena devolvió las bandejas a la cocina y se pusieron cómodos en el sofá para ver una película... A ambos les gustaba el cine español. Un punto más de union entre ambos. Como también lo era la música de los grandes compositores Albeniz, Falla, Granados, Turina, Rodrigo que habitualmente, los fines de semana, sonaba continuamente en el equipo del apartamento.
Para la velada de aquel día eligieron “Asignatura Pendiente” La conocían de memoria pero les gustaba ver, juntos, las películas que antes por separado habían visto. Tras su visionado, siempre, charlaban largo rato sobre los recuerdos que el film había despertado en cada uno de ellos.

Aquella de José Luís  Garci, tenía un atractivo especial. ¿Quién no tiene en esta vida una asignatura por aprobar? ¿Quién no  tiene algo pendiente con la vida? La historia de aquellos años de la Transición, con el despertar tras la larga pesadilla de cuarenta años de represión, fue una época llena de ilusiones. El protagonista, magníficamente interpretado por José Sacristán, era aquel abogado laboralista, rojo y perdedor, que un día se encuentra de casualidad con ella, una bellísima Fiorella Faltoyano, amor de juventud en la facultad, y hoy pequeña burguesa que tiene todos los caprichos que le marido le da pero que le falta lo fundamental: el amor.
Aquella relación prohibida, aquel encuentro con el amor perdido, aquellos años de esperanzas y zozobras en los que se basa la historia de Garci, les gustaba especialmente y ambos no dijeron nada a lo largo de la hora y media que duraba la película. Empapándose de la historia. Recordando, también ellos, sus errores y sus anteriores amores fallidos. Sus desencuentros. Su falta de felicidad. Sus frustraciones. Pero hoy, y  gracias a aquel concierto, todo había quedado atrás y la realidad era distinta, diferente. Plena de felicidad.

Juntos en el sofá estuvieron viendo la película. Se dejaba acariciar el pelo pues le encantaba que se lo hicieran y aquellas muestras de cariño le transportaban a un estado de placidez difícil de conseguir de cualquier manera. Instalados en las caricias y en el silencio. Escuchando “el silencio” aunque las voces de los diálogos y la banda sonora de aquella vieja cinta se interpusiera entre ellos. Pero no importaba. Estaban instalados en el silencio donde solo el lenguaje de las manos, los labios y las caricias tenían razón de ser.

Aquella noche no hablaron de la película. Aquella noche, tras un día agotador, solo querían descansar y buscar el cobijo de las sabanas para buscarse con ternura y dormir abrazados, juntos, pegados en un solo cuerpo. En un lazo indisoluble que solo el amor había unido y que solo ellos eran capaces de mantener bien prieto. Un lazo de felicidad completa que solo se consigue en las pequeñas cosas, en los detalles del día a día, en los momentos más inesperados.
Se acostaron, y como siempre, se abrazaron con toda la ternura de la que eran capaces. Entonces fue cuando Ramón le dijo: ¿Sabes Alfonso que eres la persona más maravillosa que he conocido? Alfonso le besó tiernamente en los labios y, ambos, abrazados se entregaron al sueño tras un prólogo de caricias donde solo hablaron el lenguaje del amor. El único que ambos conocían a la perfección.




ANOTACION AL MARGEN: ¿A que hubiera dado igual que los protagonistas se llamaran Javier y Cristina?  Ponga el desconocido lector los nombres que desee a los protagonistas porque, los nombres, no alteran para nada el contenido de esta historia.

jueves, 24 de febrero de 2011

UNA FOTO EN EL MAR

Si quería, como todos los días, bajar temprano con las niñas tenía que madrugar. Primero hacer las cosas de la casa, dejar la comida preparada, poner una lavadora y tras darles el desayuno a Sara y Raquel, bajar tranquilamente a la playa para pasar la mañana. De todas formas no tenía prisa alguna pues, Pepe, aunque estuvieran en agosto, no se cogía vacaciones y únicamente iba al apartamento durante los fines de semana, y no todos desde luego.
Todo el año era igual, su trabajo lo primero, pero ella a sus treinta y ocho años, viviendo ya diez con él, se había acostumbrado a estar siempre sola con las niñas. Ella sí cerraba la consulta durante todo el mes y dedicaba todas las horas del día a disfrutar de aquellas mellizas, torbellinos las llamaba, que desde hacia siete años colmaban la felicidad de su vida. El matrimonio no había funcionado como ella pensó al enamorarse de aquel hombre, pero eso es parte de otra historia.

Aquella mañana preparó macarrones, para gratinar únicamente cuando volvieran a mediodía, una buena ensalada con lechuga, tomate, atún, huevo duro y espárragos y compraría unos helados del establecimiento que había cerca de casa. A las niñas les encataba el de turrón. A ella el de chocolate.

Sara y Raquel, nombres bíblicos de heroínas que eligió ella pese a la oposición de las abuelas, se habían levantado hacía ya largo rato y desayunando en el sofá del apartamento veían en la televisión una serie de dibujos animados esperando que, mamá, les dijera que era la hora de ponerse los bañadores y coger las mochilas para bajar a la playa.

Cuando ya lo tuvo todo hecho, se puso el bikini. A sus treinta y ocho años tenía un cuerpo que hacía volver la cabeza a casi todos los hombres.  Se cubrió con un blusón largo estampado con florecitas que había comprado en unas rebajas del año anterior y les dijo a las niñas que se pusieran los bañadores y cogieran sus cosas que se iban ya a la playa.

Antes de entrar en la arena, por el paseo marítimo, las niñas ya se descalzaron y corrían, empujándose entre ellas, y cogiendose una tras otra al largo bluson de su madre que, en mas de una ocasión, cargada con la silleta y la sombrilla, estuvo a punto de trastabillar y venirse al suelo. Pero lejos de enfadarse jugaba con ellas y no le importaba lo que sus hijas hacían pues aparte de quererlas más que a su propia vida, ella, era otra niña más. Mas mayor, adulta, pero otra niña mas que jugaba con aquellos “dos trastos” como le gustaba llamarlas. Sin ellas, seguro, la vida sería de otro color mas gris, mas triste.
Se quedaron, como siempre, junto a unas amigas de Madrid que, todos los veranos, pasaban unos días de agosto, en aquella playa de la costa murciana. Antes de dejarlas marchar para darse el primer baño, ella, les echó su crema solar, con alta protección, pues aunque llevaban ya doce días de vacaciones pensaba que cualquier precaución contra los rayos del sol, era insuficiente.

Sara y Raquel entraban y salían del agua cada dos por tres. Viajes a la sombrilla, ahora por el cubo, después por las palas, mas tarde por las gafas de natación, a tomarse el zumito que siempre les bajaba para media mañana, a coger la pelota hinchable…. Se pasaban la mañana, alegremente, entrando y saliendo del agua en aquella hermosa y soleada mañana del octavo mes del año.

En una de esas correrías, mar adentro, fue Raquel la que vio la foto flotando entre las olas. La cogió entre sus manitas y la mostró a su hermana. Ambas decidieron ir a la orilla para enseñarla a mamá…… Era una foto que amenazaba con romperse, empapada de agua, y donde se veía un extraño y reseco paisaje de tierras pardas con un niño, en primer plano, un niño de raza negra, vistiendo una amplia camiseta descolorida del Barça, que dejaba ver únicamente unas piernas escuálidas y raquíticas. Pies descalzos. Seguramente tendría la misma edad de ellas. En su cara una mueca, mas que una sonrisa. Unos ojos tristes, inmensos, que destacaban, por lo abiertos que estaban, mirando fijamente el objetivo de la cámara. Sus brazos caídos y sus manitas abiertas, daban una imagen de tristeza infinita en aquel niño desconocido que miraba con curiosidad hacia no se sabía donde.
Salieron del agua y con sumo cuidado, para que la fotografía no terminara de romperse, se dirigieron a la orilla para enseñársela a su madre……..



Mar adentro, muy lejos de aquella playa donde todo era felicidad, el mar jugueteaba con los restos de un naufragio. Los pobres enseres de los viajeros de aquella maldita patera que, ahogados, habían quedado a merced de las olas hasta que fueran avistados por algún barco pesquero. Bolsas de plástico, alguna botella de agua, tablas, mochilas, y cuerpos…. Uno de ellos boca arriba, hinchado por el agua y el sol, se había quedado con los ojos abiertos, muy abiertos, perdidos en el infinito azul de la bóveda celeste…. De sus brazos extendidos y sus manos abiertas, se había escapado la fotografía de Mamadou, aquel niño, su hijo, de apenas siete años que se había quedado en la aldea y al que le había prometido llevar regalos y juguetes especialmente un balón del Barça que era la mayor de sus ilusiones…..