sábado, 12 de marzo de 2011

CAMBIO DE RUMBO

No reconoce aquel sitio donde está. No sabe qué ha pasado ni donde se encuentra ni tampoco que hace en aquella cama. Solo ve que se está lleno de cables, enganchado a maquinas desconocidas para él, con los brazos vendados y la cabeza también donde únicamente le han dejado la abertura de los ojos y la boca. Está completamente vendado. No tiene ni idea de por qué tiene  ese estado y porque está acostado en aquella cama.

Como era muy aficionado al mar, siempre decía en los últimos años refiriéndose a su vida, que su brújula particular le había cambiado el rumbo. Cuando alguien le preguntaba los motivos, por los cuales, estaba en aquel estado siempre contestaba lo mismo: “La brújula que me cambió el rumbo”… Era una persona influyente en su trabajo. Gozaba de una posición social extraordinaria y era reconocido por muchos de sus conciudadanos que veían, en él, un modelo a seguir por su entrega, trabajo y dedicación a los demás. Vivía bien, aunque el derrumbe de su matrimonio pocos lo conocían, pero de cara a la sociedad guardaban las apariencias y, en algunos casos, muchos les ponían como un claro ejemplo de felicidad y amor entre ambos. Todo era de “puertas hacia afuera” pues la verdad es que su vida, dentro de casa, era un caos y dormían incluso en camas separadas pues hacía mucho tiempo que el amor y la comunicación se había roto entre la pareja.
Pero nadie tenía porque conocer aquella intimidad suya y para todos vivía feliz y sin problemas aparentes. Hasta que se cruzó Sofía y “su brújula le cambió el rumbo” Se enamoró de ella perdidamente. Fue un amor a primera vista. Comenzaron a salir, a viajar los fines de semana, a compartir habitación en hoteles de una ciudad vecina ocultándose de la vista de todo el mundo. Citas clandestinas, cada vez más frecuentes, que hacían que aquel fuego del amor no se apagara sino que se fuera alimentando de continuo. Ella también estaba casada pero a ninguno de los dos le importaba. Vivian el momento de su amor inquebrantable y se encargaban, continuamente, de alimentarlo con muchas horas compartidas en secreto. Lejos de quedar como un capricho pasajero, aquel amor, se fue afianzando mas y mas cada día hasta que llegó el momento de irse a vivir juntos rompiendo con sus respectivas parejas. No fue fácil la decisión y por supuesto, aquella sociedad provinciana donde sus vidas se desarrollaban, no perdonaron que él, modelo de hombre integro y ejemplo para muchos, “se perdiera” de aquella manera por el amor de una mujer. Ella, por su parte, prestigiosa médico en un hospital de referencia de la zona también tuvo que soportar el peso de su decisión y más teniendo en cuenta que, su marido, era su inmediato superior en el equipo de Traumatología de aquel centro hospitalario.
Pese a todo, tomaron la firme decisión de hacer público su amor y de irse a vivir juntos. Él fue, entonces, cuando comenzó todos los trámites para la separación definitiva de su mujer cosa que, ella, siempre demoraba. Así estuvieron viviendo durante casi un año hasta que, una tarde, al volver al apartamento antes de la hora prevista, la encontró en la cama con su marido. Ella estaba de nuevo con él. Aquello fue un impacto tan fuerte que no supo cómo reaccionar y abandonó aquel apartamento donde, durante tanto tiempo, había vivido momentos inolvidables de felicidad junto a ella. Todo se había perdido. Su “brújula le había cambiado el rumbo”.
Los acontecimientos se precipitaron. La empresa quebró y se encontró en la calle. La sociedad, aquella sociedad provinciana y atrasada, caduca y trasnochada, no le perdonó aquel desliz en su vida matrimonial. Ya era el mismo. Se le cerraron las puertas y la gente, los que antes le adulaban, ahora pasaban por su lado sin tan siquiera saludarle. Era un perdedor. Cuando mas agobiado estaba, y prácticamente en la calle, la Justicia puso en marcha su pesada y lenta maquinaria. Los abogados de su ex mujer le destrozaron y el juez les dio la razón. Era él quien había abandonado el hogar y el que había cometido toda suerte de infidelidades. Tuvo que dejar el piso, que pasó a propiedad de ella, pero tenía que seguir haciendo frente a la costosa hipoteca. La manutención de sus dos hijos, la pensión y la ayuda para estudios al ser menores de edad. El coche también para ella y el apartamento en la playa. En fin absolutamente todo. Y la prohibición, incluso, de acercarse a la que era su casa y a sus hijos sin expreso consentimiento de ella. Todo estaba perdido. Definitivamente “su brújula le había cambiado el rumbo”
No le quedó otra salida. Estaba en la más cruda indigencia y optó por abandonar aquella ciudad provinciana donde se ahogaba y fue a perderse entre los millones de personas que pueblan la capital. Buscó trabajo, algo muy difícil con sus cincuenta y ocho años. Pidió limosna y vivió de albergue en albergue. De todos le echaban cuando pasaba el tiempo y no encontraba nada donde ganarse el sustento. Lo mismo descargaba camiones en el mercado de Legazpi, que limpiaba cristales en los semáforos de Atocha o pedía limosna en los soportales de la plaza Mayor a los miles de turistas que, diariamente, transitan por aquel emblemático lugar del viejo Madrid de los Austrias. De esquina en esquina y de portal en portal. Aquel hombre importante, aquel ser envidiado por la sociedad de su ciudad, aquel triunfador era ahora una piltrafa que vivía de la caridad, se vestía con ropas que le proporcionaban en Cáritas y mal comía de lo que encontraba en contenedores a las puertas de los supermercados. Alimentos caducados o estropeados para la venta. Cuando algún compañero de desventuras le preguntaba por su vida anterior siempre les decía lo mismo: “Mi brújula me ha cambiado el rumbo”

En todo eso está pensando cuando entra en aquella habitación una enfermera. Le cambia uno de los goteros que tiene enganchados a sus brazos vendados, le pasa la mano por la cara, por las vendas de la cara, y le dedica una sonrisa. ¿Cómo te encuentras Enrique? No puede articular palabra y hace una mueca aunque los vendajes, con toda seguridad, impiden que ella pueda darse cuenta. Le  duele todo y le tira la piel muchísimo. Está en ese estado de semi inconsciencia en el que le han sumido los calmantes. No sabe que hace allí ni donde está.
Solo recuerda, de vez en cuando, que todo sucedió en un segundo. Apenas sin darse cuenta. Hacía mucho frio aquella noche. Llovía con fuerza. Encontró abierto aquel cajero de Cajamadrid y se metió en su interior. Se tumbó en el suelo y se puso por almohada el viejo chaquetón. Se tapó con la vieja manta que siempre llevaba consigo y cuando iba a coger el primer sueño solo recuerda que se abrió de golpe el cajero, que entraron cuatro, cinco o seis personas. El liquido mojando todo su cuerpo y las llamas que le envolvieron. No recuerda más. Estaba ardiendo y salió a la calle para tirarse sobre un charco e intentar sofocar aquella antorcha en la que se había convertido. Es lo único que recuerda de aquella noche. Bueno, si, y también aquellas palabras entre fuertes risotadas… “Ahí tienes fuego para calentarte viejo de mierda. Vete de España hijo de puta”

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