sábado, 21 de julio de 2012

AMOR EN LA PLAYA (Estampas de Verano)



He estado viéndolos durante toda la semana. Desde el pasado lunes llegaban siempre a la misma hora, sobre las diez de la mañana, y los dos juntos cogidos de la cintura. Ella alta. Rubia. Con su media melena siempre suelta en la que se enredaba la ligera brisa o el levante más fuerte. Una camisola, blanca, que le llegaba a media pierna. Chanclas y grandes gafas de sol que protegían dos asombrosos ojos azules como el Mediterráneo que acariciaba a diario su piel dorada, tersa y bronceada. En las manos una bolsa de playa, de rafia de mil colores, donde iban toallas, prensa, bronceadores en fin sus pertenencias.

El con una camiseta negra donde se veía, estampado, un corazón rojo y la leyenda “I Love New York”. Bermudas azules con dibujos blancos. Zapatillas de suela de cáñamo y también gafas de sol. Moreno. Con pelo muy corto y la barba sin afeitar de varios días. De la misma estatura de ella, algún centímetro a lo mejor mas bajo, pero que no se notaba en absoluto.

Todos los días hacían lo mismo. Llegaban, clavaban la sombrilla en la arena y abrían dos hamacas plegables. Ella, mientras tanto, con gráciles movimientos, se sacaba por la cabeza la camisola blanca y dejaba al descubierto un cuerpo escultural bajo un bikini. Se los he visto en negro, blanco, estampado y azul marino. Cada día llevaba uno diferente. Después, sacándose de la muñeca una goma que llevaba a modo de pulsera, se recogía su melena en una graciosa cola de caballo.

Mientras tanto, él, dejaba las hamacas en el suelo. Las ponía muy juntas y se quitaba la camiseta neoyorquina que dejaba, doblada, sobre los radios metálicos interiores de la lona de la sombrilla por cierto de una conocida marca de cerveza. A partir de ese momento, todos los días lo mismo, con un mimo exquisito empezaba ella dando el aceite bronceador sobre la piel de él. Con movimientos rítmicos y armónicos recorría la anatomía, ya morena, del hombre y no dejaba un solo centímetro sin la protección del aceite solar. Después, él, hacía lo mismo sobre la piel de ella. Acariciaba aquella perfecta anatomía de mujer más que “untarla” de aceite para protegerla de los rayos del sol. Empezaba por la espalda, se arrodillaba y seguía por la parte posterior de los muslos y las pantorrillas. Luego se ponía de nuevo en pie y hacia lo mismo por la parte delantera de la chica. Pero daba la sensación, ante mis ojos, que mas que ponerle el protector estaba colmando su cuerpo de caricias.

Acto seguido se sentaban en las tumbonas y ella sacaba los periódicos de su bolsa de playa. Para el, El País. Para ella, El Mundo. Por cierto que, a lo largo de la mañana, se intercambiaban los diarios una vez que uno de los dos había terminado con la lectura del suyo.

De vez en cuando, él, depositaba un suave y ligero beso en los labios de ella. O era ella la que llevaba la iniciativa en ese juego callado de caricias en la arena de la playa. O tranquilamente, ambos, se cogían de las manos y se quedaban en silencio, sin pronunciar palabra, mirando el horizonte y la línea infinita donde se juntan cielos y mares. Si entraban en el agua, para bañarse, lo hacían cogidos de las manos o bien de la cintura. Dentro del mar se abrazaban, o se besaban quizá con mas apasionamiento que los besos en los labios bajo la sombrilla. Siempre haciéndose caricias. Siempre el uno junto al otro sin apenas centímetros separando sus cuerpos.

Ambos, según mis apreciaciones, superan los cuarenta años pero no creo que tengan muchos mas aunque, no es menos cierto, que soy bastante malo para adivinar y concretar la edad de las personas. Si bien, en esta modélica pareja enamorada, estoy casi seguro que tendrán cuarenta y pocos.

A filo de mediodía, él, se levantaba y se acercaba al chiringuito. Siempre traía lo mismo. Un bote de Coca Cola Zero para ella y otro de cerveza para él. Unos días una bolsa de patatas fritas de las pequeñas y otros una bolsa, también pequeña, de frutos secos. Era su particular aperitivo sentados cómodamente en sus respectivas tumbonas y siempre mirando al mar. Nunca le daban la espalda a la orilla.

Las caricias, suaves y delicadas, seguían en todo momento. Las manos cogidas unas veces y otras recorriendo los muslos de ella o bien los de él. De vez en cuando, uno de los dos, tomaba la iniciativa se incorporaba en la hamaca y depositaba un suave beso, fugaz, sobre los labios del otro.
Eran la envidia de la playa desde luego. Nunca había visto una pareja tan enamorada y mas a esa edad tan lejana ya de la adolescencia y los primeros ardores de la testosterona. Pero todo en ellos era delicadeza, ternura, amor en definitiva. Y verlos así durante toda la semana, no solo un día o un rato esporádico, te hacía pensar en un amor profundo, verdadero, duradero en el tiempo y habiendo sabido salir, juntos y enamorados, de todas las barreras que la vida te pone como obstáculos. Incluso, en mis fantasías, me imaginaba la intimidad de la pareja y los hacía a ambos solícitos el uno con el otro y en mitad de un hogar de amor y entendimiento. La unión perfecta entre un hombre y una mujer con el amor y la mutua atracción como motor de sus vidas. Incluso el deseo.

Pero esta mañana de sábado ha ocurrido algo que me ha dejado las cosas claras definitivamente. Estaban tomando el aperitivo sobre las hamacas cuando ha sonado un teléfono móvil. Ella ha mirado dentro de la bolsa de playa y ha sacado una Blak Berry. Con un gracioso mohín, le ha mirado a él, se ha levantado de la tumbona y se ha alejado unos metros de la sombrilla. Ha paseado arriba y abajo por la orilla mientras hablaba por teléfono. Al volver su cara no era la misma y entonces, con un rictus de tristeza dibujado en su precioso rostro le ha dicho a él: “Lo siento cari, pero el lunes tengo que estar en el aeropuerto a las diez de la mañana. Mi marido ha adelantado su viaje y se ve que ha terminado antes en Londres. Que mierda ¡!!!!!

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