lunes, 19 de marzo de 2012

LA CARTA

 Apoyado sobre la mesa del pequeño despacho, con la cabeza hundida entre sus brazos, escondía su rostro. Había dejado, en el expediente, la copia de la carta encontrada entre las ropas de aquel hombre y que el juez había ordenado fotocopiar para que formara parte de las diligencias. En una funda de plástico, la carta, estaba en el interior de una carpeta con el anagrama del Cuerpo Superior de Policia.

Señor Juez cuando encuentren mi cadáver no culpe a nadie de mi muerte pues soy yo el que por voluntad propia ha querido marcharse de este mundo. Solo yo tengo la culpa. Me he cansado de vivir. Hasta aqui he llegado.
Ha sido una vida muy dura. Me marché de casa y abandoné a mi familia cuando mi hijo tenía apenas cuatro meses de edad. Conocí a una mujer, me enamoré de ella, lo dejé todo y me fui a vivir a otra ciudad pero, a los pocos meses, ella me dejó por otro y comenzó mi infierno. No quiso saber nada mas de mi y me quedé tirado en una ciudad donde no conocía nadie y ni siquiera tenía trabajo. Ella me destrozó la vida.
Lo había perdido todo.  Mi piso, el poco dinero que tenía e incluso la decencia y la vergüenza. Me quedé hundido para siempre. Me marché de aquel lugar y me fui bastante lejos. A la capital. Allí empezó mi infierno pues estuve viviendo en una habitación alquilada en una chabola de un barrio marginal. Una puta me dio cobijo durante un tiempo y acabé, incluso, pegándole una paliza por celos que le costó perder uno de sus ojos. En el fondo creo que me quería pues nunca me denunció. Aunque su familia juró vengarse. Tengo el SIDA señor juez. Se me han caído todos los dientes de la boca y el pelo lo perdí hace mucho tiempo. Con poco más de cincuenta años verá usted que parece que tengo ochenta por lo menos.
 Trapichee con la droga, me enganché a ella y a la bebida. Tiré incluso de navaja en alguna ocasión y he robado, muchas veces,  para poder comer. La única compañía que he tenido en todos estos años ha sido la de la soledad. He hecho de todo señor juez y no merezco el perdón de Dios ni el de los hombres. Después y con todo perdido, volví a esta ciudad para encontrar la pista de mi hijo. Lo único que quería era conocerlo y pedirle perdón por el mal padre que fui y como me porté con él.  Pero ha sido imposible pues no he dado con la pista ni de él ni de su madre. Como si se los hubiera tragado la tierra. He ido por mi barrio antiguo, allí ni se acuerdan de ellos. He intentado acercarme a los que eran nuestros amigos de entonces pero me han echado a la calle sin contemplaciones. Todo cuanto he hecho por encontrarlos no ha servido para nada. La gente me ha dado de lado y ni siquiera se compadecen de mi. Nadie quiere saber nada.
He vivido, noche a noche, durmiendo en portales y cajeros de los bancos. He pedido por las calles, he robado para comer y el otro día incluso unos jóvenes me pegaron una paliza cuando buscaba comida en un contenedor.
Estoy cansado de vivir señor Juez. Además creo que, los Romeros, vienen a buscarme pues me ha dicho un colega que se ha enterado que han encontrado mi pista. Son los primos de aquella pobre puta a la que le rompí la cara. Yo no les tengo miedo, señor Juez, pero mi cuerpo ya no quiere más palizas.  Además ¿Qué hago yo en este mundo? Aqui ya no pinto nada. Mas solo es imposible estar. Me he cansado de vivir.
Por eso, hoy, día de San José cuando también se celebra el día del padre he decidido quitarme la vida cortándome las venas con mi navaja, la que siempre me ha acompañado en el bolsillo, y que Dios si existe me perdone. No culpe usted a nadie de mi muerte pues el único culpable he sido yo.
Juan Rubio Pomares

El inspector Juan Rubio Gonzalez tenía ante sí el caso más duro de toda su brillante carrera policial. Laureado con la Cruz al Merito Policial por diversos servicios y distinguido por su labor en Afganistán ahora tenía, sobre la mesa de su despacho, la carta de un suicida. La que habia escrito horas antes el padre que nunca conoció. Su padre.


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