domingo, 18 de marzo de 2012

LA BODA


Era una mañana soleada de domingo quizá como anticipo de esa primavera que anuncia su presencia en el calendario. Un día de cielos azules y espléndidos. Hora de aperitivo y paseo. Familias con niños, parejas de novios, adolescentes en pandilla, matrimonios cogidos del brazo. Las terrazas con todas las mesas ocupadas. Una jornada familiar y de descanso.

 Como todos los días, se sentó junto a la puerta llamada “del Perdón” en aquella iglesia del centro de la ciudad. Sus ropas, de los fondos de Cáritas,  harapientas  ya por el uso. Un pañuelo cubriendo su cabeza y parte del rostro pues, todavía, le daba vergüenza que la vieran mendigar a las puertas del templo. Por si alguien  la reconocía pese a los años transcurridos. En sus manos ajadas y viejas, manos cansadas de tanto sufrir y vivir, un vaso de plástico para que en ese recipiente aquellos que quisieran le depositaran una moneda.






Su vida había sido así en los últimos cinco años. Todo se le había derrumbado y la calle, y la caridad, eran la única puerta que encontró abierta para poder sobrevivir.

La suya,  fue una juventud marcada por el noviazgo con Antonio, aquel joven carpintero que cuando ella le comunicó que estaba embarazada desapareció del pueblo. Se fue, según le dijo, a Barcelona y nunca más supo de él. Tras el penoso embarazo, que vivió en soledad pues su padre la echó de casa, tuvo que soportar la más terrible noticia cuando le dijeron que su niña había nacido muerta. Rehízo su vida. Años después, trabajó en una fábrica; limpiando escaleras y cogiendo fruta, por el campo, en cada temporada.

Todo cambió cuando conoció a Jesús. Se enamoró perdidamente de él. Y se fue , siguiéndolo, a otra ciudad.  Pero los primeros meses de convivencia dieron paso a un infierno de palizas, agresiones, vejaciones e incluso aquella noche, la última que pasó con él, en  la que atándola y amenazándola con una navaja, la obligó a  tener sexo con dos amigos, uno detrás de otro, con los que mantenía una deuda por un turbio asunto de papelinas de droga. A la mañana siguiente, aprovechando que él no estaba en la casa, salió de aquella ciudad para no volver jamás.

De nuevo en su tierra, la mendicidad, la caridad, las calles en definitiva fueron el hogar donde poder subsistir el tiempo que le quedara de vida.
Sentada allí, en la puerta de aquella iglesia, pensando en su vida pasada, no se dio cuenta de la llegada de la boda. Todos con vestidos caros y lujosos, radiantes, felices. Contraste durísimo  con lo que ella había pasado y que la abocaron, sin remedio, al infierno de su propia vida.
Los invitados y familiares, a la salida de la ceremonia, fueron  generosos, unos más que otros, y depositaron varias monedas en el vaso de plástico que tenía en sus manos. Hasta un billete de cinco euros le entregó uno de ellos. Salieron los novios ya convertidos en marido y mujer. El con frac. Ella con un precioso vestido con más de dos metros de cola y encajes. Arroz, pétalos de rosas, brindis con cava, fotografías, petardos y tracas. La felicidad envolvía a aquella pareja radiante que, a diferencia de ella, iniciaban con amor e ilusiones un nuevo camino juntos.

De pronto, la novia, se fijó en ella. Dejó al que ya era su marido que la tenía cogida de la cintura, y se acercó hasta donde ella se encontraba allí sentada en el suelo. Extrajo dos rosas preciosas de su ramo de novia y se las entregó con una sonrisa preciosa que le iluminaba la cara: “Tome señora. No llevo dinero pero si mucha felicidad ahora mismo. Ojala estas flores le hagan más feliz el día”  Gracias señorita, atinó a decir ella, desconcertada por el detalle que aquella bellísima chica había tenido con ella.

Cogió las rosas y estuvo un rato oliendo su penetrante aroma. Después las apretó contra su pecho, tras besarlas, mientras que novios e invitados abandonaban el atrio de aquel templo en una soleada y primaveral mañana de domingo. Los niños seguían jugando y las terrazas estaban llenas de gentes felices tomando el aperitivo.

Lo que nunca supo ella  es que, aquella novia que le había regalado dos rosas de su ramo, era su propia hija. Aquella niña que le dijeron que había nacido muerta y que sin embargo le robaron en el mismo hospital privándola, seguramente, de haber tenido otra vida muy distinta.




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