jueves, 24 de febrero de 2011

UNA FOTO EN EL MAR

Si quería, como todos los días, bajar temprano con las niñas tenía que madrugar. Primero hacer las cosas de la casa, dejar la comida preparada, poner una lavadora y tras darles el desayuno a Sara y Raquel, bajar tranquilamente a la playa para pasar la mañana. De todas formas no tenía prisa alguna pues, Pepe, aunque estuvieran en agosto, no se cogía vacaciones y únicamente iba al apartamento durante los fines de semana, y no todos desde luego.
Todo el año era igual, su trabajo lo primero, pero ella a sus treinta y ocho años, viviendo ya diez con él, se había acostumbrado a estar siempre sola con las niñas. Ella sí cerraba la consulta durante todo el mes y dedicaba todas las horas del día a disfrutar de aquellas mellizas, torbellinos las llamaba, que desde hacia siete años colmaban la felicidad de su vida. El matrimonio no había funcionado como ella pensó al enamorarse de aquel hombre, pero eso es parte de otra historia.

Aquella mañana preparó macarrones, para gratinar únicamente cuando volvieran a mediodía, una buena ensalada con lechuga, tomate, atún, huevo duro y espárragos y compraría unos helados del establecimiento que había cerca de casa. A las niñas les encataba el de turrón. A ella el de chocolate.

Sara y Raquel, nombres bíblicos de heroínas que eligió ella pese a la oposición de las abuelas, se habían levantado hacía ya largo rato y desayunando en el sofá del apartamento veían en la televisión una serie de dibujos animados esperando que, mamá, les dijera que era la hora de ponerse los bañadores y coger las mochilas para bajar a la playa.

Cuando ya lo tuvo todo hecho, se puso el bikini. A sus treinta y ocho años tenía un cuerpo que hacía volver la cabeza a casi todos los hombres.  Se cubrió con un blusón largo estampado con florecitas que había comprado en unas rebajas del año anterior y les dijo a las niñas que se pusieran los bañadores y cogieran sus cosas que se iban ya a la playa.

Antes de entrar en la arena, por el paseo marítimo, las niñas ya se descalzaron y corrían, empujándose entre ellas, y cogiendose una tras otra al largo bluson de su madre que, en mas de una ocasión, cargada con la silleta y la sombrilla, estuvo a punto de trastabillar y venirse al suelo. Pero lejos de enfadarse jugaba con ellas y no le importaba lo que sus hijas hacían pues aparte de quererlas más que a su propia vida, ella, era otra niña más. Mas mayor, adulta, pero otra niña mas que jugaba con aquellos “dos trastos” como le gustaba llamarlas. Sin ellas, seguro, la vida sería de otro color mas gris, mas triste.
Se quedaron, como siempre, junto a unas amigas de Madrid que, todos los veranos, pasaban unos días de agosto, en aquella playa de la costa murciana. Antes de dejarlas marchar para darse el primer baño, ella, les echó su crema solar, con alta protección, pues aunque llevaban ya doce días de vacaciones pensaba que cualquier precaución contra los rayos del sol, era insuficiente.

Sara y Raquel entraban y salían del agua cada dos por tres. Viajes a la sombrilla, ahora por el cubo, después por las palas, mas tarde por las gafas de natación, a tomarse el zumito que siempre les bajaba para media mañana, a coger la pelota hinchable…. Se pasaban la mañana, alegremente, entrando y saliendo del agua en aquella hermosa y soleada mañana del octavo mes del año.

En una de esas correrías, mar adentro, fue Raquel la que vio la foto flotando entre las olas. La cogió entre sus manitas y la mostró a su hermana. Ambas decidieron ir a la orilla para enseñarla a mamá…… Era una foto que amenazaba con romperse, empapada de agua, y donde se veía un extraño y reseco paisaje de tierras pardas con un niño, en primer plano, un niño de raza negra, vistiendo una amplia camiseta descolorida del Barça, que dejaba ver únicamente unas piernas escuálidas y raquíticas. Pies descalzos. Seguramente tendría la misma edad de ellas. En su cara una mueca, mas que una sonrisa. Unos ojos tristes, inmensos, que destacaban, por lo abiertos que estaban, mirando fijamente el objetivo de la cámara. Sus brazos caídos y sus manitas abiertas, daban una imagen de tristeza infinita en aquel niño desconocido que miraba con curiosidad hacia no se sabía donde.
Salieron del agua y con sumo cuidado, para que la fotografía no terminara de romperse, se dirigieron a la orilla para enseñársela a su madre……..



Mar adentro, muy lejos de aquella playa donde todo era felicidad, el mar jugueteaba con los restos de un naufragio. Los pobres enseres de los viajeros de aquella maldita patera que, ahogados, habían quedado a merced de las olas hasta que fueran avistados por algún barco pesquero. Bolsas de plástico, alguna botella de agua, tablas, mochilas, y cuerpos…. Uno de ellos boca arriba, hinchado por el agua y el sol, se había quedado con los ojos abiertos, muy abiertos, perdidos en el infinito azul de la bóveda celeste…. De sus brazos extendidos y sus manos abiertas, se había escapado la fotografía de Mamadou, aquel niño, su hijo, de apenas siete años que se había quedado en la aldea y al que le había prometido llevar regalos y juguetes especialmente un balón del Barça que era la mayor de sus ilusiones…..

2 comentarios:

  1. Bienvenido al mundo de los blogs, Alberto, cuando quieras también te das una vuelta por el mío.
    www.elinfiltrado.blogspot.com

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  2. ¡Bienvenido a la blogesfera! Qué bien que se haya estrenado usted con este texto tan tremebundo y estremecedor. Lo leeremos con ahínco. Un saludico.

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