He
estado viéndolos durante toda la semana. Desde el pasado lunes llegaban siempre a la misma hora, sobre las diez de la mañana, y los dos juntos cogidos de la cintura. Ella alta. Rubia. Con su media melena
siempre suelta en la que se enredaba la ligera brisa o el levante más fuerte.
Una camisola, blanca, que le llegaba a media pierna. Chanclas y grandes gafas
de sol que protegían dos asombrosos ojos azules como el Mediterráneo que acariciaba
a diario su piel dorada, tersa y bronceada. En las manos una bolsa de playa, de
rafia de mil colores, donde iban toallas, prensa, bronceadores en fin sus
pertenencias.
El
con una camiseta negra donde se veía, estampado, un corazón rojo y la leyenda “I Love
New York”. Bermudas azules con dibujos blancos. Zapatillas de suela de cáñamo y
también gafas de sol. Moreno. Con pelo muy corto y la barba sin afeitar de
varios días. De la misma estatura de ella, algún centímetro a lo mejor mas bajo, pero que no se notaba en absoluto.
Todos
los días hacían lo mismo. Llegaban, clavaban la sombrilla en la arena y abrían dos
hamacas plegables. Ella, mientras tanto, con gráciles movimientos, se sacaba por la cabeza la
camisola blanca y dejaba al descubierto un cuerpo escultural bajo un bikini. Se
los he visto en negro, blanco, estampado y azul marino. Cada día llevaba uno
diferente. Después, sacándose de la muñeca una goma que llevaba a modo de
pulsera, se recogía su melena en una graciosa cola de caballo.
Mientras
tanto, él, dejaba las hamacas en el suelo. Las ponía muy juntas y se quitaba la
camiseta neoyorquina que dejaba, doblada, sobre los radios metálicos interiores
de la lona de la sombrilla por cierto de una conocida marca de cerveza. A
partir de ese momento, todos los días lo mismo, con un mimo exquisito empezaba
ella dando el aceite bronceador sobre la piel de él. Con movimientos rítmicos y
armónicos recorría la anatomía, ya morena, del hombre y no dejaba un solo centímetro
sin la protección del aceite solar. Después, él, hacía lo mismo sobre la piel
de ella. Acariciaba aquella perfecta anatomía de mujer más que “untarla” de
aceite para protegerla de los rayos del sol. Empezaba por la espalda, se
arrodillaba y seguía por la parte posterior de los muslos y las pantorrillas.
Luego se ponía de nuevo en pie y hacia lo mismo por la parte delantera de la
chica. Pero daba la sensación, ante mis ojos, que mas que ponerle el protector
estaba colmando su cuerpo de caricias.
Acto
seguido se sentaban en las tumbonas y ella sacaba los periódicos de su bolsa de
playa. Para el, El País. Para ella, El Mundo. Por cierto que, a lo largo de la
mañana, se intercambiaban los diarios una vez que uno de los dos había terminado
con la lectura del suyo.
De
vez en cuando, él, depositaba un suave y ligero beso en los labios de ella. O
era ella la que llevaba la iniciativa en ese juego callado de caricias en la
arena de la playa. O tranquilamente, ambos, se cogían de las manos y se
quedaban en silencio, sin pronunciar palabra, mirando el horizonte y la línea infinita
donde se juntan cielos y mares. Si entraban en el agua, para bañarse, lo hacían
cogidos de las manos o bien de la cintura. Dentro del mar se abrazaban, o se
besaban quizá con mas apasionamiento que los besos en los labios bajo la
sombrilla. Siempre haciéndose caricias. Siempre el uno junto al otro sin apenas
centímetros separando sus cuerpos.
Ambos,
según mis apreciaciones, superan los cuarenta años pero no creo que tengan muchos mas aunque, no es menos cierto, que soy bastante malo para adivinar y concretar
la edad de las personas. Si bien, en esta modélica pareja enamorada, estoy casi
seguro que tendrán cuarenta y pocos.
A
filo de mediodía, él, se levantaba y se acercaba al chiringuito. Siempre traía
lo mismo. Un bote de Coca Cola Zero para ella y otro de cerveza para él. Unos días
una bolsa de patatas fritas de las pequeñas y otros una bolsa, también pequeña,
de frutos secos. Era su particular aperitivo sentados cómodamente en sus
respectivas tumbonas y siempre mirando al mar. Nunca le daban la espalda a la
orilla.
Las
caricias, suaves y delicadas, seguían en todo momento. Las manos cogidas unas
veces y otras recorriendo los muslos de ella o bien los de él. De vez en
cuando, uno de los dos, tomaba la iniciativa se incorporaba en la hamaca y
depositaba un suave beso, fugaz, sobre los labios del otro.
Eran
la envidia de la playa desde luego. Nunca había visto una pareja tan enamorada
y mas a esa edad tan lejana ya de la adolescencia y los primeros ardores de la
testosterona. Pero todo en ellos era delicadeza, ternura, amor en definitiva. Y
verlos así durante toda la semana, no solo un día o un rato esporádico, te
hacía pensar en un amor profundo, verdadero, duradero en el tiempo y habiendo
sabido salir, juntos y enamorados, de todas las barreras que la vida te pone
como obstáculos. Incluso, en mis fantasías, me imaginaba la intimidad de la
pareja y los hacía a ambos solícitos el uno con el otro y en mitad de un hogar
de amor y entendimiento. La unión perfecta entre un hombre y una mujer con el amor y la mutua atracción como motor de sus vidas. Incluso el deseo.
Pero
esta mañana de sábado ha ocurrido algo que me ha dejado las cosas claras
definitivamente. Estaban tomando el aperitivo sobre las hamacas cuando ha
sonado un teléfono móvil. Ella ha mirado dentro de la bolsa de playa y ha
sacado una Blak Berry. Con un gracioso mohín, le ha mirado a él, se ha
levantado de la tumbona y se ha alejado unos metros de la sombrilla. Ha paseado
arriba y abajo por la orilla mientras hablaba por teléfono. Al volver su cara
no era la misma y entonces, con un rictus de tristeza dibujado en su precioso
rostro le ha dicho a él: “Lo siento cari,
pero el lunes tengo que estar en el aeropuerto a las diez de la mañana. Mi
marido ha adelantado su viaje y se ve que ha terminado antes en Londres. Que
mierda ¡!!!!!
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