Todavía retumbaban en su mente las palabras dichas por el sacerdote en el entierro. Palabras que, a ella, le parecieron huecas y sin sentido pues por mucho que quisieran consolarla, la pérdida del abuelo era el primer mazazo que se llevaba en su vida. Y más tratándose de un ser admirable como él.
Tampoco quiso acompañar a sus familiares en el traslado del cadáver al cementerio y se negó en todo momento a portar coronas y ramos de flores como era la costumbre. Alejada de todos, en un segundo plano, vivía aquellos amargos momentos cuando el féretro era introducido en la fosa como si estuviera viendo una película, como si ocupara un segundo plano, como si nada fuera real.
Sentada en la cama de matrimonio de los abuelos pensaba en todo eso mientras, sus familiares, estaban en otras estancias de la vieja casa de campo donde vivían y que ya, sin su presencia, no sería nunca más la misma. A su mente llegaban recuerdos de tantos y tantos buenos momentos vividos junto a ellos. Sus días libres de colegio y vacaciones, o fines de semana cuando acompañaba a la abuela y la ayudaba en las tareas de la casa que por algo era la nieta mayor. A los largos diálogos con aquel ser maravilloso que era su abuelo y que, con su irreparable pérdida tantos secretos se había llevado para siempre a la tumba. Los cuentos, historias y relatos que le gustaba escuchar de su boca y que la transportaban a un mundo irreal y de fantasía. Historias vividas por aquel ser maravilloso e irrepetible en unos lugares, para ella entonces desconocidos, donde su abuelo como tantos otros ganaba el sustento lejos de España para que sus hijos, su madre y sus tíos, tuvieran un futuro mejor.
El abuelo, culto, ilustrado, lector empedernido y republicano, tuvo que “soportar” la vergüenza de verse doblegado por un gobierno militar, impuesto por las armas y el terror, que obligó a su innata prudencia a no significarse nunca pues detrás de él estaban su mujer, su gran amor, y sus hijos. Guardó para siempre en el corazón su “bandera tricolor” y sus esperanzas pero nunca abandonó sus ideales y sus ilusiones en un mañana mejor. Trabajaba de sol a sol en aquel campo que, con tanto sudor, había podido adquirir después de muchos años cultivando la tierra para el “señorito” Una de sus mayores ilusiones se había cumplido. Cultivar su tierra. Tener su trocito de huerta donde poder plantar patatas, lechugas, tomates, habas y ajos que, más tarde, su mujer, su gran amor, vendería en un puesto del mercado del pueblo.
Todos los días, antes de salir el sol, la vieja furgoneta cargada de animales y productos de la tierra para vender en el mercado diario. Ese eran sus recuerdos de niña. Esos precisamente. Los fines de semana en la huerta de los abuelos. Ayudar como podía y por la noche, siempre, siempre, las historias que el abuelo le contaba cuando la tomaba sobre sus rodillas y le hablaba de tierras lejanas, del amor, de la libertad, del sufrimiento y sobre todo de lo mucho que quería a su abuela. Siempre igual, siempre lo mismo. Y ella contando las horas que faltaban para que llegara el viernes por la noche e ir a dormir a la huerta para estar con el abuelo. Ese luchador infatigable que, hacia unas horas tan solo, había sentido el abrazo de la tierra en aquel cementerio como si, ésta, le hubiera estado esperando para agradecerle los mimos y cuidados que él le había dedicado durante toda su vida.
Aquel hombre no quería que sus hijos pasaran sus penurias y estrecheces. Aquel hombre necesitaba labrarles a sus hijos un destino mejor y que no fueran esclavos de la tierra como él lo era. Por eso, en la década de los sesenta, cuando “media España” hizo las maletas, aquellas maletas de cartón-piedra atadas con cuerdas de esparto, él hizo la suya y todos los años, en llegando los días del otoño, abandonaba su terruño para ir a trabajar a Francia donde, con sus manos, vendimiaba a cambio de un salario que, entonces, le parecía un autentico lujo. Gracias a eso, sus hijos, podrían ir a la escuela, al instituto, a la Universidad y tener una “carrera” que él, pobre campesino republicano e idealista, nunca pudo tener.
Fueron muchos años de tristes separaciones de su mujer, su gran amor. Fueron muchos años de viajes interminables en aquellos trenes de vapor cuando la carbonilla le tiznaba la cara en los viejos vagones de “tercera” sentado en incomodísimos asientos de listones de madera. Fueron largas travesías compartiendo con unos y con otros los bocadillos de embutido de la tierra que con tanto mimo le preparaba su mujer antes de la partida y compartiendo, también, chascarrillos e historias de gentes y pueblos que él solo conocía de leer su nombre en los periódicos. Años de estrecheces y penurias. Años de nostalgias y tristezas cuando en la soledad de aquella casa compartida, en el sur del país vecino, llegaba la noche y echaba de menos el “calor” de su mujer, su gran amor, que a aquellas horas seguro estaría dando de comer a los animales, preparando los bultos de verdura para el mercado del día siguiente o simplemente acostada también después que los hijos estuvieran durmiendo. Todo tenía que hacerlo ella, que lo hacía gustosa, mientras él estaba en la vendimia.
Así un año y otro y otro. Era la única esperanza de aquellos hombres y mujeres de la España en “blanco y negro”. De aquel país de miserias; de pan duro, de bombillas a media luz, de pantalones remendados, chaquetas deshilachadas, rodilleras y calcetines zurcidos. De restricciones y falta de libertades. De “discos dedicados” en las emisoras de radio donde, Juanito Valderrama, cantaba una y otra vez “el Emigrante” que se popularizó gracias, entre otras cosas, a los miles de reales que las familias pagaron para dedicarlos a los ausentes. De aquella España, en definitiva, donde las mujeres vestían de luto permanente poniendo en el paisaje urbano el verdadero color que todos llevaban en sus corazones. La patente estampa de la miseria, la pobreza y la tristeza.
Aquel abuelo emigrante consiguió lo que se propuso y que tantos sacrificios le costara. Situó a sus hijos en trabajos infinitamente más reconocidos que el suyo. A los que sirvieron; estudios universitarios a los otros estudios superiores, pero todos, los cuatro, no tuvieron nunca que esforzarse físicamente en “arañar” la tierra como no fuera por expreso capricho, como la madre de ella, que al igual que a su progenitor le encantaba el campo y la naturaleza. Pero, eso sí, ya solo por capricho y no por necesidad como él.
Eran imágenes, recuerdos y sensaciones que le transmitía aquella habitación de los abuelos donde, ella, se había refugiado tras volver del cementerio. Todo estaba como lo había dejado la abuela años antes, que fue la primera que murió, pues a partir de aquel momento, su marido, el abuelo, solo tenía ganas de morir también ya que la echaba tanto de menos que para él, la vida, no tenía ningún sentido. Tampoco es que se escondiera pues, incluso a ella, ya casada y esperando a su bebé, le dijo un día: “Conoceré a tu hijo, mi bisnieto, pero en un lugar más hermoso que éste pues lo veremos juntos tu abuela y yo”… Era un adelanto de lo que pasaría un par de meses más tarde pues quedaba claro que, aquel rudo hombre del campo, se había cansado ya de tanta lucha y tanto sacrificio y sin su mujer nada tenía sentido en la vida. Se dejó morir como les comentó un médico amigo de la familia.
Seguía sentada en la cama de matrimonio. La habitación en semi penumbra. Los recuerdos del abuelo, el hombre que junto a su padre y su hijo mas quería en la vida, presentes en cada rincón de aquel recinto. La foto de la mesita de noche con ambos sonrientes, la vieja butaca donde, la abuela, tantas veces la esperaba sentada. Aquellas cortinas, tapando los hierros de la ventana, que se mecía caprichosa por el viento que acariciaba, fuera, el viejo albaricoquero que el abuelo le plantara precisamente a ella, por ser la primera nieta, y porque le encantaban a la niña los frutos de ese árbol.
Como también le gustaban, y esa tarde lo recordaba de manera especial, las tostadas de pan con tomate y un “chorrico” de aceite que su abuela le preparaba, junto al tazón de leche, todas las mañanas que ella amanecía en aquella casa y antes incluso de salir el sol la acompañaba al mercado del pueblo a vender los frutos que sus abuelos recolectaban del huerto familiar.
Recuerdos y más recuerdos. Vivos, presentes, grabados a fuego. Desde abajo llegaban los rumores de las conversaciones que mantenían sus padres, sus tíos, sus hermanos y primos. Se levantó de la cama, donde había estado sentada, pues tampoco quería que se preocuparan por ella. Y cuando lo hizo, la vista, se fue sola hacia el techo del viejo armario “de luna”, el viejo mueble que guardaba todavía la ropa de sus abuelos. Al hacerlo se fijó detenidamente en algo que había arriba.
Allí estaba como si nadie la hubiera tocado. Como mudo testigo y compañera fiel de los viajes de aquel hombre: La vieja maleta de cartón-piedra. La maleta de cuadros que durante tantos y tantos años fue la compañera infatigable de su abuelo cuando, cruzando España en un viejo vagón de tercera, iba hacia Francia para vendimiar y traer unos francos ahorrados que servirían, entre otras cosas, para que sus hijos se labraran un futuro mucho mejor que su presente.
La cogió, la apretó contra su pecho y esta vez tumbada sobre la cubierta de ganchillo en la vieja cama de matrimonio, lloró amargamente. Los abuelos, sus abuelos, desde el portarretratos de la mesita de noche la miraban solo a ella.
Excelente!
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