Lorca.
Un año después de aquel terrorífico día cuando, la furia desatada de la tierra,
acabó con ilusiones y esperanzas. Cuando en apenas unos segundos, el temblor, convirtió en
ruinas lo que había costado siglos levantar. Y con ello, en una cadena sin
final, acabó con la economía, el desarrollo, el comercio, la alegría en fin con el normal desenvolvimiento de una
ciudad de noventa mil habitantes que se ha visto abocada a rogar, suplicar,
protestar, manifestarse y demandar las prometidas ayudas que, la incompetencia de Tirios y
Troyanos, ha convertido a la hermosa ciudad en un espectro de tristezas y
amarguras donde, la otrora alegría contagiosa de sus gentes, ha desaparecido
como por ensalmo. La tierra acabó con todo. El movimiento telúrico fue mucho mas que eso y sus consecuencias se siguen cobrando victimas un año después.
Estos
días previos al once de mayo, desde la Cadena
SER en la Región de Murcia, hemos estado ofreciendo datos actualizados y
pormenorizados de la situación actual de Lorca. Hemos hablado de pisos
derruidos, cerrados, en ruinas o en un “limbo” legal que no se sabe ni donde
están. De las mas de siete mil personas que, un año después, anda errantes por ahí sin perspectivas de nada. Nos hemos ocupado del comercio. Muerto. Enterrado bajo la losa de la
falta de alegría y las trabas burocráticas. Cerrados, abandonados o simplemente
dados de baja. La agricultura, motor importantísimo de la economía lorquina, ha
sido otro de los focos de atención donde, mi compañero Lázaro Giménez, puso su
atenta mirada para hacernos saber a todos que entre el frenazo que hoy padece
el sector, la competencia desleal marroquí, los problemas con Europa y el
terremoto (maldito terremoto) han arrastrado también a la ruina a muchísimas
economías lorquinas. ¿Y el automóvil? Pues ya me dirán ustedes. Si la gente no
se compra una camisa nueva en la tienda de la Avda. Juan Carlos I difícilmente
va a cambiar de coche. Imposible.
Así
podría estar contándoles cosas y “casos” de una ciudad sumida
y paralizada en
las consecuencias de los terremotos de hace un año. Mi compañera Angels
Barceló, con todo su equipo de periodistas, que volvió a Lorca un año después
para realizar un extraordinario Hora 25
dedicado a la ciudad del Sol, ella, paseando por la Viña bajo un sol de
justicia del mediodía de mayo, me decía: Alberto
no entiendo como un país que se llama moderno y civilizado ha sido incapaz de
solucionar todo esto en un año. Le di la razón y no tuve respuesta, ni la
tengo, para su pregunta.
Fue
una jornada de encuentros y reencuentros. De comprobar, aunque en un año he
estado mil veces en Lorca, que todo sigue igual. Que todo permanece como si el
tiempo no hubiera pasado. Sí, por la tarde, con todas las actividades: conciertos, actos en memoria de los nueve difuntos, recitales de bandas de
música, homenaje a los hombres y mujeres de la UME, autoridades, coches oficiales, calles cortadas al tráfico y demás, gracias a todo eso, la ciudad se había “vestido” de gala. Se
había puesto el traje de fiesta, los tacones de aguja, el mantón de Manila, el
collar de perlas, la flor en el pelo y lucía la mejor de sus sonrisas. Lorca estaba bonita. Hermosa.
Atractiva y señorial como siempre. Una hermosa jornada de la primavera que nada
tenía que ver con aquella otra de hacía un año.
Pero,
Lorca, estaba vestida y maquillada para “salir a escena” Para presentarse en
sociedad, para que la vieran hermosa todos aquellos que habían llegado a
visitarla un año después. Mas, cuando se apagaron las luces y los focos. Se
fueron políticos y periodistas la vieja dama, señora del Guadalentín, volvió a
entrar en su camerino, se quitó el maquillaje, la peluca, el vestido largo, las
perlas y los tacones y al mirarla, a solas sin admiradores y curiosos, la vi
con sus calvas, con su alopecia, en la Viña, San Diego, San Cristóbal… esos
malditos solares que siguen siendo la imagen de una ciudad que no termina de
salir de su pesadilla. Una larga pesadilla de un año. En la madrugada, en la soledad de la noche, cuando abandonaba la ciudad el vientecillo de la primavera mecía, en mil fachadas, las pancartas reivindicativas de un pueblo que ya esta harto de tanta palabra vacía y tantas promesas huecas. Pero volvamos hacia atrás a las diez de la noche.
Mis
compañeros de Hora 25, realizan el
programa en el Centro Cultural Espín. En plena Corredera la “sala de estar" de
la hermosa Lorca. Ha sido un día agotador. Caluroso en extremo. Hago un receso,
sin dejar de escuchar el programa por mis auriculares, y me voy a la cercana
Plaza de San Vicente donde otrora se levantaba sobre una columna miliaria la
estatua del santo predicador valenciano. El mismo que según la tradición limpió
sus sandalias de caminante para no llevarse, de Lorca, ni el polvo. Cosas de
las leyendas negras por supuesto. Lo que si se ha llevado el terremoto ha sido
su monumento, a lo mejor como venganza de la tierra que él mismo se sacudió en
aquellos días.
Pues
eso, en la soledad de la noche, me siento en una de sus terrazas a tomar un
refresco y relajarme un poco después de las jornadas vividas para que todo saliera como estaba previsto y sin fallos. De hacer examen
de conciencia y repasar para poner a punto mis notas de todo cuanto había visto y vivido.
En
eso estaba cuando, la soledad y el silencio de la recoleta plaza, se vio de
repente interrumpido por el sonido de un timbal africano de esos que, vendedores ambulantes de origen subsahariano, ofrecen a los viandantes. El instrumento sonaba con
insistencia, ya empezaba a molestarme aquel monocorde toque sobre la piel del
timbal, cuando de repente ví el origen y procedencia de aquel ruido.
En una mesa cercana, una pareja joven con un niño en su silleta le intentaban dar la cena. Un niño
de apenas tres años o así al que, sus padres, habían comprado aquel timbal
africano en algún lugar de Lorca donde, un inmigrante llegado también a
esta tierra de promisión, estaría
sobreviviendo con la venta callejera. Seguro que, a aquel vendedor ambulante,
inmigrante y sin papeles, el terremoto también le quebró la vida y le dejó sin techo, sin futuro, sin esperanzas. Seguro que con la quincallería de sus collares y pulseras, las labores artesanas de madera, mascaras de rictus indescifrables y elefantes tallados a mano junto a los timbales, le ayudan a ganarse unos euros y que la noche no sea tan dura todos los días.
Y el niño seguía. Bocado a la cena que amorosamente le daba su madre y sus manitas de nuevo aporreando el instrumento. Aquel
sonido del timbal retumbando en la vacía plaza de San Vicente, en la noche de primavera, tuvo para mi el sonido apremiante de los latidos lorquinos que reclaman, a golpe del timbal de sus corazones, y con la rabia
contenida, que de una vez por todas Lorca vuelva ser lo que era hace un año
antes de aquello. El orgullo de Murcia y de todos los murcianos.
El descompasado redoble del timbal, en las manos de aquel niño, fue también para mí una llamada a la esperanza. El corazón de Lorca sigue latiendo.