miércoles, 30 de marzo de 2011

CINCUENTA PESETAS

Subía por las escaleras como todos los jueves desde hacía mas de seis meses. Aquella casa, oscura y húmeda de la calle Fuencarral, era como la boca de un dragón, inmenso dragón, que se tragaba su juventud nada mas atravesar la vieja portería. Una cueva Oscura, con los antiguos escalones de mármol medio rotos y desprendidos del suelo, la mayoría de ellos. Desconchones en las paredes, grietas, pintadas. Sin luz. Soledad y vacío. Todos los jueves sobre las cuatro y media, según le tenía dicho don Ginés, tenía que estar esperándole en el piso de doña Paquita. Aun recuerda la primera vez y la vergüenza que sintió nada mas empezar a subir aquellos escalones y que todavía hoy seguía sintiendo aunque hubieran pasado muchas semanas desde la primera vez.
Llamó, como siempre, haciendo sonar la campanita de aquella inmensa puerta de madera con la mitad de los floridos ribetes que la adornaban arrancados mostrando abiertamente la falta de rehabilitación del edificio que, según le dijeron, durante la guerra había sido una de las sedes de la CNT pero que tras la entrada de Franco, en aquel Madrid vencido, había vuelto a manos de sus antiguos propietarios. Mientras aguardaba que le abrieran la vieja puerta se quedó mirando, otro jueves mas, aquel medallón con la imagen de Jesucristo que con una mano bendecía al recién llegado y con la otro le mostraba el corazón fuera del pecho por encima incluso de la túnica. Todas las casas de "bien" estaban consagradas al Corazon de Jesus como, Franco, había hecho con España años antes en aquella ceremonia del Cerro de los Angeles. Seguía con la mirada fija en la imagen de laton del fundador del cristianismo.  Alrededor del óvalo que encerraba la figura del “Salvador” la leyenda: “Sagrado Corazon de Jesus. En vos confío” Ella ya no confiaba en nadie. Se había perdido para siempre e iba sin rumbo fijo en aquel Madrid con carteles de “Victoria”, el yugo y la flechas pintados por doquier, bombillas apagadas, cristales rotos, edificios con la marca de los proyectiles y el hambre en cada esquina.
Se acercaba doña Paquita. Oía arrastrar las desgastadas zapatillas de felpa en aquellos suelos a cuadros blancos y negros que se conocía de memoria. Nada mas abrirle la puerta la saludó con dos besos cariñosos en las mejillas y la invitó a pasar con la mejor de las sonrisas. En el viejo comedor, con olor a humedad, estaban alrededor de la mesa de camilla con el brasero calentando sus gruesas y viejas piernas doña Angelita, doña Chon, doña Eulalia y hasta el momento de levantarse para abrir la puerta doña Paquita que mientras limpiaban las lentejas para el dia siguiente, esparcidas como fichitas de juego diminuto sobre la manta cuartelera que servía de tapete, escuchaban silenciosas el capitulo de ese día de “Ama Rosa” La Radionovela que la Sociedad Española de Radiodifusion, ofrecía todas las tardes y que era seguida por millones de mujeres en aquella España vencida por la miseria y la soledad. Despues, como siempre, las cuatro rezarían el santo rosario y harían tiempo para que empezara el consultorio sentimental de doña Elena Francis en la misma emisora y ya, tras este, cada una a su casa y doña Paquita se quedaría sola en aquel caserón de Fuencarral pensando en no se sabe cuantas cosas mientras, ella sola, se bebía tres, cuatro o cuantas copas de coñac hicieran falta para irse a la cama caliente y sin pensar.
Como, doña Paquita no podía hablar en voz alta para no estorbar la audición del serial radiofónico, le susurró al oído que todo estaba  en el “cuartito”, asi lo llamaba, que había puesto una botellita de “anisete” como gustaba a don Gines y que había cambiado esa misma mañana las sabanas. Eso si, le recordó lo mal que estaba la vida y mas para una viuda como ella pero que menos mal, don Gines, era un caballero y siempre a final de mes le daba una ayudita para poder lavar tanta ropa. Que no estaba la vida para andar cambiando las sábanas todas las semanas.
Entró en el cuarto. Sin ventilación ni salidas al exterior. Oscuro, lóbrego, con las manchas de humedad y dejadez en la pared. Desconchada y con dibujos y frases todavía legibles de los ocupantes durante la guerra. Encendió la vieja lámpara de la mesita de noche, descosida y con los flecos medio rotos, se desnudó y se metió en la cama bajo la manta de cuadros rojos y verdes que, a modo de colcha, colocaba doña Paquita para recibir a huésped tan especial. Eso si, como siempre, se dejó puestos la combinación, sujetador y bragas pues ya le dijo que solo ponía dos condiciones: que no la vería nunca desnuda y que de besos en la boca ni uno. Se cobijó del frio de Madrid en la tarde de invierno y aguardó la llegada de aquella persona que, con falsas promesas, la había convertido en ese ser que le daba asco pero que, por Manolo, no tenia mas remedio que interpretar todas las semanas.
Al poco tiempo escuchó que se abría de nuevo la puerta del piso. Oyó sus voces en el comedor. Era don Gines que, como siempre, sin respetar el silencio de la novela, gastaba bromas a las cuatro vecinas: que si están ustedes maravillosas, que si son preciosas, que lastima que tenga a mi “bomboncito” esperando pues, de otra forma, iban ustedes entrando por cola, que si esto y que si aquello. Ellas, interrumpían el dialogo de aquellos actores radiofónicos, y correspondían igualmente con bromas a los requiebros de aquel hombre.
Entró en la habitación apenas sin poder respirar del esfuerzo de subir los cuatro pisos andando y sobre todo por su gruesa anatomía de hombre que no pasa hambre y que tiene cuanto se le antoja. Viejo abogado con mas de sesenta y cinco años. Bajito, calvo y grueso en demasía, la había recibido meses atrás en su despacho de la calle del Arenal donde había acudido por recomendación de la señora a la que limpiaba la casa. Se lo habían aconsejado pues, según decían, era el cuñado de un General de Estado Mayor y tenía enchufe en el Tribunal Militar que había de juzgar a su Manolo. Un hombre con muchos contactos en Madrid, le dijeron.
Manolo y ella estaban seis años casados. El era empleado del Matadero Municipal de Atocha y ella salió del pueblo, por primera vez, cuando viajó a aquella ciudad inmensa. Moza joven y guapa, simpática y afable se ganó pronto la amistad de todas las mujeres que vivian en aquella humilde barriada cerca de la vieja estación del ferrocarril. El único crimen que había cometido Manolo es que militaba en el Partido Socialista. Eso fue lo único que encontraron aquellos falangistas cuando pusieron su humilde casita patas arriba. Le abofetearon, le propinaron un brutal paliza y tuvo que contemplar, sujeto por tres de aquellos jóvenes guerrilleros, como otros dos, la violaban a ella repetidas veces mientras el pequeño Pablito, en su cunita, lloraba asustado por el escándalo. Nunca olvidará el llanto desconsolado de su hijo mientras aquellos dos salvajes hacían con ella todo cuanto se les antojaba y Manolo contemplaba la escena entre gritos y lamentos sujeto por otros dos y con un tercero apuntándole en la cabeza con la pistola. Después, cuando se cansaron de ella, desaparecieron y casi un año después supo, por una vecina, que su marido estaba en la cárcel donde la habían condenado a cadena perpetua. Ella le había dado por muerto y como viudad se comportaba todo aquel tiempo. Si bien nunca perdió la esperanza de que, su hombre, pudiera estar vivo en cualquier rincon de aquella España cuartelera.
Así fue como doña Carmen le recomendó visitar a don Ginés. El tenia mano en el Tribunal Militar y seguro que, yendo de su parte, se tomaría todo el interés del mundo. La primera tarde le atendió, la segunda empezó a insinuarse y la tercera ya, abiertamente, le estuvo palpando sin disimulo alguno el escote y los muslos. Si quería salvar a su marido tenía que ser cariñosa con él pues aquello no era fácil, de ninguna manera, y él no podía hacer mas de lo que estaba haciendo. Se estaba jugando su prestigio de abogado católico y de bien aparte de su matrimonio. Pues su mujer y su hijo mayor le preguntaban constantemente que interés tenía él por salvar a un “rojo de mierda” que solo merecía el fusilamiento. Asi que ella, tenia que ser comprensiva y cariñosa o de lo contrario veía a su marido, una madrugada, en las tapias de la Almudena con seis balas en el cuerpo y después arrojado a la fosa común donde haría compañía a todos los malnacidos republicanos que habían destrozado “su Madrid”. Asi comenzó el asedio. Una tarde tocamientos, otra una eyaculacion sin disimulo, una tercera la obligaba a que le acariciara su miembro erecto. Incluso una le obligó, sentada alli mismo en aquel viejo sillon de cuero descosido a que le hiciera una felacion a cambio de "firmar un papel" que llevaría esa misma noche a su cuñado para que, Manolo, saliera al mes siguiente del penal. Manolo no salió aquel mes, ni al otro ni al siguiente.
Como quiera que el despacho no era un sitio muy discreto, y el viejo era insaciable, fue cuando entró en escena el piso de Fuencarral de doña Paquita, vieja conocida cuyo marido fue cliente, y que le dejaba una discreta habitación a cambio de un billetito a final de mes para que pudiera hacer frente a los gastos. Así fue como todos los jueves, a las cuatro y media, ella se adentraba en aquella cueva para recibir los cada vez mas escasos empellones de aquel viejo gordo y de carnes fofas que, enseguida eyaculaba, se lavaba en la desconchada palangana y se despedía de ella con las mismas palabras: “Tranquila mujer, tranquila, que lo de tu Manolo va bien. Va muy bien. A ver si el próximo mes ya sabemos algo”… si estaba mas comunicativo, después de aquello le soltaba cualquier grosería pues, aunque ella se había acostumbrado ya y no le hacía ni caso, el solamente se excitaba llamándola puta, zorra, roja de mierda o perra en celo por falta de macho… A ella le daba lo mismo. Que acabara cuanto antes aquel suplicio y a la calle a respirar el aire del viejo Madrid con una semana de libertad por delante.
Aquella tarde, cuando terminaron, don Gines sacó su viejo monedero de piel de cocodrilo y tras buscar entre las monedas dejó sobre la mesita de noche un billete de cincuenta pesetas. Toma, le dijo, comprale algun capricho a Pablito que hoy he  ganado un caso muy viejo y me han dado unas cuantos miles de duros. Para que no digas que no soy considerado contigo y con tu hijo.
Cuando se marchó y se estaba vistiendo lloró emocionada al coger el billete que guardó, como el mas preciado de los tesoros, entre sus pechos magullados y mordidos por aquel ser asqueroso. Estaba próxima la Navidad y con aquel dinero compraría harina y huevos en el mercado negro. Unos limones para raspar su corteza y un poquito de canela. Le haría a Manolo un bizcocho como regalo de Navidad ya que iría, por esos días, a verle a la cárcel según le había prometido don Gines. Sería su mejor regalo pues seguro que, Manolo, no comería tampoco en la cárcel. Si sobraba algo de las cincuenta pesetas también buscaría galletas para Pablito y que notara que era la fiesta mas bonita del año. Pero lo primero que pensó fue en el bizcocho para su hombre e incluso donde se lo haría llegar: Una preciosa caja de carton, a modo de cofrecito, que le habia regalado el un dia con una bufanda en su interior y que habia comprado para que ella la conservara siempre y metiera alli sus recuerdos de vida en comun y de amor sin limite.
Al salir a la Gran Vía, con el sol perdiéndose por los edificios de la Plaza de España, mientras Madrid tinta sus cielos con ese azul que solo Velazquez supo plasmar con sus pinceles, en aquella ciudad “de luz invernal velazqueña", se topó de golpe con un gentío inmenso que aplaudía un desfile de falangistas, flechas y pelayos que en marcial formación por escuadras discurrían por la gran arteria de la capital. No podía pasar asi que no tuvo mas remedio que pararse en una acera apretada contra la pared mientras todo el mundo saludaba, brazo en alto, a las jóvenes promesas, valientes promesas, de la nueva España… entre los vitores, las palmas, y los gritos de euforia solo escuchó apenas una estrofa de aquello que cantaban….. “Arriba escuadras a vencer que en España empieza a amanecer”…. Al oir aquello, sin poderlo remediar, se orinó encima de miedo y el liquido caliente discurrió por entre sus piernas cayendo a los viejos adoquines de la Gran Via. Vino a su memoria aquella infame violación, las camisas azules, las botas y los correajes y aquella estrofa, mientras, arrastrándolo, se llevaban a su Manolo por entre el barro de la humilde barriada obrera y aquellos asesinos cantaban a voz en grito…”Arriba escuadras a vencer que en España empieza a amanecer”….  

domingo, 27 de marzo de 2011

CARRUSEL DE AUSENCIAS

Nos ha regalado la mañana, en Murcia, la primera jornada realmente de primavera. La estación recien estrenada. Cielos luminosos, sol y calor. Ambiente extraordinario para un domingo en el que, tambien, hemos estrenado nuevo horario acorde con el cambio que estamos disfrutando. Hemos domirdo una hora menos, pues esta madrugada pasada los relojes tuvimos que adelantarlos sesenta minutos, pero eso no ha sido obstaculo para que ocho mil ilusionados aficionados nos hayamos dado cita en las flamantes instalaciones del nuevo Estadio de la Condomina donde, por cierto, el Real Murcia ha ganado por cinco goles a cero al Ceuta. Glorias y miserias de la Segunda Division B donde, por desgracia, milita el club pimentonero. Pero este, desde luego, no es el motivo de mi historia de hoy.

He ocupado mi localidad, como todos los domingos desde hace tantos años, y al mirar hacia un lado del graderio he visto una escena que, sin quererlo, ha resucitado en mi imágenes y recuerdos que creía olvidados en el desvan de la memoria. Alli, ocupando tres butacas cercanas a mi localidad, se han sentado un abuelo, un padre y un niño de apenas ocho años. Sin proponerselo han abierto de par en par las ventanas del recuerdo y hoy, mi partido, ha sido un “Carrusel de Nostalgias” recordando una infancia que desapareció para siempre.

Finales de los años sesenta. Campo de la Condomina en la vieja y entrañable Puerta de Orihuela. Al lado mismo de la Plaza de Toros donde a sus corrales, por cierto, iban a parar los balones que despejaban con fuerza aquellos defensas y cuando no era por ese lado, los esféricos, salian por la grada lateral y entonces caian en los huertos de naranjos y limoneros que habia por ese lado donde años mas tarde se levantaría el llamado “Poligono de la Paz” Barriada obrera que el tardo franquismo nos vendió como la gran explosion urbanistica en aquella España en “blanco y negro”.
En aquellos viejos graderios, donde incluso se vendian localidades de lo que se llamaba “general de pie” debajo mismo del marcador y separados del resto por una humilde alambrada que la mayoria de la veces era insuficiente para frenar el impetu de los mas jóvenes que saltaban, sin apenas esfuerzo, para colocarse mas abajo en la grada lateral donde si habia asientos numerados. Esos viejos graderios,decia, donde he visto a nuestro Real Murcia jugar en Primera Division frente a los mas grandes. A veces era tal la afluencia de publico que se colocaban sillas alrededor del campo, en el cesped, y a nada que estiraras la pierna el Linier podia tropezar y caerse. No se necesitaban, ni falta hacía, las extraordinarias medidas de seguridad que con el tiempo se fueron implantando. Apenas media docena de Policias Armadas (conocidos como los grises) y los viejos voluntarios de Cruz Roja con su uniforme militar, su marcialidad, sus saludos cuarteleros y las viejas camillas de barras paralelas con una lona verde para evacuar del campo al jugador lesionado o al espectador indispuesto. Que de todo había en aquella “Viña del Señor” No faltaban, por supuesto, los vendedores de pipas, caramelos y “chicles Bazooka” (que ricos estaban aquellos chicles) que con una caja de madera cogida la cuello por una tira de cinta de persiana (sería para equilibrar peso y sujeccion) se paseaban por todo el graderio, como podian, voceando su mercancia. Ya, en los meses de mayo y junio se sumaban a estos los que con un cubo metalico, el plastico todavia no se veía tanto, ofrecian “Orange Cruchs” Pepsi Cola (mas introducida entonces que su competidora Coca Cola) y gaseosa “La Casera”. Todo ello fresquito pues iban en aquel cubo con hielo picado que previamente habian adquirido en las cámaras de la Cosechera o del mercado de Saavedra Fajardo.

Tardes de pasion y gloria con el Real Madrid, el Barcelona, el At de Madrid o el de Bilbao (que siempre gozó de gran numero de seguidores en la huerta de Murcia) Aquel entrañable equipo vasco de los Iribar, Saez, Echevarria, Aranguren, Igartua, Larrauri, Argoitia, Villar, Clemente y Rojo… aquel Atletic de Bilbao que en poster, coloreado, la fotografia en color era en aquellos años “cienca ficcion” tenia yo colocado en la habitacion de casa con el consiguiente disgusto de mi madre que nunca quiso que colgara nada en las paredes. Pero tambien, si aquellas eran tardes de pasion en las gradas, teniamos otras de apatía y aburrimiento cuando, el Real Murcia, andaba perdido por la segunda division o incluso en tercera (grupo XIII) donde el unico aliciente eran los cruces con el eterno rival, el Cartagena, el castizo “Efesé” de rayas albi negras que aseguraban el llenazo en la Condomina e incluso el gran negocio para los bares de toda la ciudad donde, desde primeras horas de la mañana, se veian a miles de seguidores de la Capital del Departamento Maritimo del Mediterraneo (que asi de pomposa y grandilocuentemente llamaban a Cartagena en aquella España militariza pues Franco la habia convertido, por su seguridad portuaria y sus instalaciones en la sede permanente de Capitanía General)

España en blanco y negro. Meriendas de “pan y chocolate” de tardes siguiendo a Juan de Toro desde Radio Madrid con el Carrusel Deportivo y mirando por todos los bares de la ciudad, al caer la noche, las pizarras expuestas en lugar visible donde los camareros apuntaban con tiza el resultado de los encuentros. Tardes del “Marcador Simultaneo”, pionera publicidad, donde a cada equipo se le asignaba una “marca conocida” y asi un Real Murcia, Zaragoza (pongo por caso) bien podria ser en aquel marcador un “Anis Castellana, Colchon Flex. Asi, el anunciante, se aseguraba que el aficionado tenia que preocuparse todas las semanas que equipo habia sido asignado a su producto…. Anis Castellana (el Anis de España) Colchones Pikolin (A mi plin, yo duermo en Pikolin) Coñac Fundador (que era “cosa de hombres”) O Colchon Flex (dijo Flex y se durmió) A nadie extrañe hoy la publicidad de los colchones pues en aquella España de la que hablamos, esos “colchones modernos y de muelles” eran cosa de ricos y si me aprietan una “modernez” o una excentricidad pues entonces dormiamos en lana y en muchos casos, los mas humildes, en colchones de borra que, por cierto, sudaban tinta china cuando nuestros abuelos querian darles la vuelta de tan hundidos que estaban.

Tarde de futbol en la Condomina. Unos domingos el Real Murcia y al domingo siguiente, que el titular del terreno de juego, tenia partido fuera de casa, tambien ibamos alli pues jugaba entonces el Imperial, viejo y entrañable equipo del castizo barrio del Carmen que militaba en la Tercera Division y que tenia numerosos seguidores tambien en aquella Murcia recoleta y provinciana.

Y como siempre, como cada domingo, las escenas se repetian. Bar de Julio en la calle de Victorio. Mi abuelo, mi padre y yo. Un carajillo para el mas mayor de los “Albertos” eso si, con coñac Siglo XIX que era una marca murciana, un café solo para mi padre y yo que no tenía edad para esas cosas esperando que acabaran las consumiciones para llegar, cuanto antes, al campo de futbol. Ya de camino, en el tostadero de Santa Eulalia,un cartucho de pipas que siempre pagaba mi abuelo. En aquellos años, las pipas, se compraban al peso y te las servian en cartuchos de papel de estraza… la España en “blanco y negro”.
Y asi un domingo, y otro, y otro mas hasta que la vida me fue quitando a los “Albertos” y me quedé solo para seguir acudiendo, domingo tras domingo, a soñar con los triunfos y sufrir con los fracasos del Club que, ellos, me hicieron amar desde que era apenas un niño.

Hoy, esta mañana, el Real Murcia ha vuelto a ganar. Sigue lider de grupo en la Segunda Division B. Han sido cinco los goles que le ha metido al Ceuta. Ahora bien no me pregunten nada del encuentro. No sé ni quien ha marcado siquiera porque hoy, en esta mañana de hermosa primavera, mi mente se ha cerrado al presente y ha viajado cuarenta años atrás cuando, cerca de mi, se han sentado un abuelo, un padre y un niño…. Yo tambien me he permitido viajar en el tiempo y me he vuelto a ver al lado de ambos pero ya sin que nadie me cogiera de las manos ni me dijera: “Nene ¿has visto que golazo?
Tampoco he comido pipas del tostadero en aquel cartucho de papel de estraza ni he escuchado la voz de mi padre diciendome: "Albertico vamos hijo que el abuelo ya estará esperandonos con el cafe"..... 

sábado, 12 de marzo de 2011

CAMBIO DE RUMBO

No reconoce aquel sitio donde está. No sabe qué ha pasado ni donde se encuentra ni tampoco que hace en aquella cama. Solo ve que se está lleno de cables, enganchado a maquinas desconocidas para él, con los brazos vendados y la cabeza también donde únicamente le han dejado la abertura de los ojos y la boca. Está completamente vendado. No tiene ni idea de por qué tiene  ese estado y porque está acostado en aquella cama.

Como era muy aficionado al mar, siempre decía en los últimos años refiriéndose a su vida, que su brújula particular le había cambiado el rumbo. Cuando alguien le preguntaba los motivos, por los cuales, estaba en aquel estado siempre contestaba lo mismo: “La brújula que me cambió el rumbo”… Era una persona influyente en su trabajo. Gozaba de una posición social extraordinaria y era reconocido por muchos de sus conciudadanos que veían, en él, un modelo a seguir por su entrega, trabajo y dedicación a los demás. Vivía bien, aunque el derrumbe de su matrimonio pocos lo conocían, pero de cara a la sociedad guardaban las apariencias y, en algunos casos, muchos les ponían como un claro ejemplo de felicidad y amor entre ambos. Todo era de “puertas hacia afuera” pues la verdad es que su vida, dentro de casa, era un caos y dormían incluso en camas separadas pues hacía mucho tiempo que el amor y la comunicación se había roto entre la pareja.
Pero nadie tenía porque conocer aquella intimidad suya y para todos vivía feliz y sin problemas aparentes. Hasta que se cruzó Sofía y “su brújula le cambió el rumbo” Se enamoró de ella perdidamente. Fue un amor a primera vista. Comenzaron a salir, a viajar los fines de semana, a compartir habitación en hoteles de una ciudad vecina ocultándose de la vista de todo el mundo. Citas clandestinas, cada vez más frecuentes, que hacían que aquel fuego del amor no se apagara sino que se fuera alimentando de continuo. Ella también estaba casada pero a ninguno de los dos le importaba. Vivian el momento de su amor inquebrantable y se encargaban, continuamente, de alimentarlo con muchas horas compartidas en secreto. Lejos de quedar como un capricho pasajero, aquel amor, se fue afianzando mas y mas cada día hasta que llegó el momento de irse a vivir juntos rompiendo con sus respectivas parejas. No fue fácil la decisión y por supuesto, aquella sociedad provinciana donde sus vidas se desarrollaban, no perdonaron que él, modelo de hombre integro y ejemplo para muchos, “se perdiera” de aquella manera por el amor de una mujer. Ella, por su parte, prestigiosa médico en un hospital de referencia de la zona también tuvo que soportar el peso de su decisión y más teniendo en cuenta que, su marido, era su inmediato superior en el equipo de Traumatología de aquel centro hospitalario.
Pese a todo, tomaron la firme decisión de hacer público su amor y de irse a vivir juntos. Él fue, entonces, cuando comenzó todos los trámites para la separación definitiva de su mujer cosa que, ella, siempre demoraba. Así estuvieron viviendo durante casi un año hasta que, una tarde, al volver al apartamento antes de la hora prevista, la encontró en la cama con su marido. Ella estaba de nuevo con él. Aquello fue un impacto tan fuerte que no supo cómo reaccionar y abandonó aquel apartamento donde, durante tanto tiempo, había vivido momentos inolvidables de felicidad junto a ella. Todo se había perdido. Su “brújula le había cambiado el rumbo”.
Los acontecimientos se precipitaron. La empresa quebró y se encontró en la calle. La sociedad, aquella sociedad provinciana y atrasada, caduca y trasnochada, no le perdonó aquel desliz en su vida matrimonial. Ya era el mismo. Se le cerraron las puertas y la gente, los que antes le adulaban, ahora pasaban por su lado sin tan siquiera saludarle. Era un perdedor. Cuando mas agobiado estaba, y prácticamente en la calle, la Justicia puso en marcha su pesada y lenta maquinaria. Los abogados de su ex mujer le destrozaron y el juez les dio la razón. Era él quien había abandonado el hogar y el que había cometido toda suerte de infidelidades. Tuvo que dejar el piso, que pasó a propiedad de ella, pero tenía que seguir haciendo frente a la costosa hipoteca. La manutención de sus dos hijos, la pensión y la ayuda para estudios al ser menores de edad. El coche también para ella y el apartamento en la playa. En fin absolutamente todo. Y la prohibición, incluso, de acercarse a la que era su casa y a sus hijos sin expreso consentimiento de ella. Todo estaba perdido. Definitivamente “su brújula le había cambiado el rumbo”
No le quedó otra salida. Estaba en la más cruda indigencia y optó por abandonar aquella ciudad provinciana donde se ahogaba y fue a perderse entre los millones de personas que pueblan la capital. Buscó trabajo, algo muy difícil con sus cincuenta y ocho años. Pidió limosna y vivió de albergue en albergue. De todos le echaban cuando pasaba el tiempo y no encontraba nada donde ganarse el sustento. Lo mismo descargaba camiones en el mercado de Legazpi, que limpiaba cristales en los semáforos de Atocha o pedía limosna en los soportales de la plaza Mayor a los miles de turistas que, diariamente, transitan por aquel emblemático lugar del viejo Madrid de los Austrias. De esquina en esquina y de portal en portal. Aquel hombre importante, aquel ser envidiado por la sociedad de su ciudad, aquel triunfador era ahora una piltrafa que vivía de la caridad, se vestía con ropas que le proporcionaban en Cáritas y mal comía de lo que encontraba en contenedores a las puertas de los supermercados. Alimentos caducados o estropeados para la venta. Cuando algún compañero de desventuras le preguntaba por su vida anterior siempre les decía lo mismo: “Mi brújula me ha cambiado el rumbo”

En todo eso está pensando cuando entra en aquella habitación una enfermera. Le cambia uno de los goteros que tiene enganchados a sus brazos vendados, le pasa la mano por la cara, por las vendas de la cara, y le dedica una sonrisa. ¿Cómo te encuentras Enrique? No puede articular palabra y hace una mueca aunque los vendajes, con toda seguridad, impiden que ella pueda darse cuenta. Le  duele todo y le tira la piel muchísimo. Está en ese estado de semi inconsciencia en el que le han sumido los calmantes. No sabe que hace allí ni donde está.
Solo recuerda, de vez en cuando, que todo sucedió en un segundo. Apenas sin darse cuenta. Hacía mucho frio aquella noche. Llovía con fuerza. Encontró abierto aquel cajero de Cajamadrid y se metió en su interior. Se tumbó en el suelo y se puso por almohada el viejo chaquetón. Se tapó con la vieja manta que siempre llevaba consigo y cuando iba a coger el primer sueño solo recuerda que se abrió de golpe el cajero, que entraron cuatro, cinco o seis personas. El liquido mojando todo su cuerpo y las llamas que le envolvieron. No recuerda más. Estaba ardiendo y salió a la calle para tirarse sobre un charco e intentar sofocar aquella antorcha en la que se había convertido. Es lo único que recuerda de aquella noche. Bueno, si, y también aquellas palabras entre fuertes risotadas… “Ahí tienes fuego para calentarte viejo de mierda. Vete de España hijo de puta”

viernes, 11 de marzo de 2011

LA OTRA DIMENSION

Por fin estaba en paz. Por fin había alcanzado la felicidad. Después de más de veinte años de sufrimiento lo veía todo distinto, diferente. Era un estado que desconocía hasta aquel momento y que la había sumido en una especie de sueño donde la realidad y lo desconocido se conjugaban perfectamente. Era feliz. Esa fue la consecuencia que sacó de aquel estado en el que se encontraba. Que por fin, era feliz. Muy feliz.

La historia, su historia, había comenzado veinte años atrás cuando se conocieron en una fiesta de cumpleaños de unos amigos. Su prima Rosa los presentó. Fue, lo que se dice, un amor a primera vista. Empezaron a salir juntos. Primero con el grupo, después ya solos. Entonces él era completamente distinto. Simpático, cariñoso, atento, cortés, detallista… La encandiló a primera vista. Nada podía predecir la vida que, años después, vivirían junto y el terrible calvario que ella tuvo que pasar.
Todo comenzó un día que le recriminó la ropa que se había puesto. Un vestido que, precisamente, se había comprado para estar guapa “para él”. Tenía mucho escote y, según le dijo, se le veía el pecho. Se lo tuvo que quitar aquella misma tarde y apenas lo lució media hora, el tiempo de arreglarse y salir a su encuentro. La acompañó a su casa y la obligó a cambiarse si quería salir aquella tarde. Otro día fue el maquillaje, mas adelante le echaba en cara que saludara a otros hombres. Incluso, cuando iban por la calle, cogidos de la cintura o de los hombros, como ella saludara a otros, disimuladamente, le daba un pellizco en sus brazos para afearle aquella conducta, que según él, era impropia de una chica con novio “formal”. Pese a todo estaba locamente enamorada de aquel hombre. Le quería y esos pequeños detalles, como ella los calificaba, eran únicamente muestras de su infinito cariño: “está enamoradísimo de mi” decía siempre a las amigas y compañeras del trabajo.
Al final, tras un noviazgo de cuatro años se casaron un domingo luminoso del mes de abril. El primer tortazo, precisamente, le vino a los dos días de la boda. Estaban en un hotel de la ciudad donde tenían un vuelo contratado para viajar a Paris. Bajaron por la mañana a desayunar al comedor del hotel y coincidieron con un grupo de personas de una compañía de seguros que estaban haciendo un cursillo de ventas en aquellas instalaciones hoteleras. Uno de aquellos hombres era del mismo pueblo de ella. Amigos desde la infancia, compañeros de colegio, pero que faltaba de allí desde hacia quince años. Nada más verla se fue directo a su mesa. La sorpresa primero, la alegría después, el reencuentro de dos viejos compañeros de pupitre y correrías infantiles por las tranquilas calles de aquel pueblo muchos años antes. Se besaron, se abrazaron, le presentó a su marido y le dijo que estaban de “luna de miel”. Aquel joven, amigo de ella, les dio la enhorabuena, les deseó lo mejor y cuando iba a volver a su mesa le dijo a él: “Cuídamela mucho que te has llevado a la mejor mujer que existe. Da gracias que no estaba yo allí pues me hubiera casado con ella”… Ahí se acabó el desayuno. Se levantó de la mesa, la cogió de las manos por la fuerza y tiró de ella hacia los ascensores. Una vez dentro del pequeño habitáculo le soltó un bofetón que la derribo al suelo. La insultó y la vejo hasta extremos insospechados y le recriminó que fuera por ahí provocando a “los tíos”… Antes de salir para el aeropuerto, de rodillas en la habitación del hotel, le pedía perdón por su actitud violenta. “Te quiero tanto, le dijo, que no puedo soportar que mires a nadie más”
Escenas de estas, lo recuerda ahora en ese estado de felicidad que ha alcanzado, se repitieron a lo largo de su vida. En una cena de celebración de la boda de su amiga Paqui porque un conocido, pasado de copas, le estuvo “tirando los tejos”. Aquella noche aparte de los tortazos, le propinó varias patadas una vez que estaba en el suelo. Otro día en el cine porque miraba mucho al de la butaca de al lado. O aquel otro viendo una procesión de Semana Santa pues, según él, abría y cerraba las piernas constantemente para “enseñarle las bragas” al que tenían sentados en la tribuna de enfrente. Así una y otra vez. Palizas, insultos, vejaciones pero ella siempre lo justificaba diciendo que le quería con locura. Que era un hombre bueno, honrado y trabajador y que todo aquello era porque, a lo mejor, ella se lo merecía. Que tenía que pensar que era una mujer casada y que no debía hacer según qué cosas. La tenía anulada por completo.
Dos años después llegó Patricia, casi a los once meses más tarde Cristina y al año siguiente Mercedes. Tres hijas que, según pensaba ella, serían la alegría de aquella casa y el único motivo para seguir aguantando palizas y vejaciones. Desde el nacimiento de la primera niña las cosas se habían ido complicando muchísimo. Ya era por todo: la comida dulce, o salada. La cerveza caliente o demasiado fría. Las camisas con arrugas o sin arrugas. La luz encendida del aseo o que se había dejado enchufado el calentador toda la noche. Ella era una inútil, una desgraciada, un bulto, un engendro. No valía para nada, no era nadie. Era una “coneja” que solo servía para parir. Ni follar sabia. Así un día y otro día y otro… Más de trece años soportando vejaciones y palizas. Más de trece años aguantando insultos. Una vida tirada por la borda y convertida en un infierno del que era difícil escapar.
La gota que colmó el vaso fue un día que su amiga Maria Jose, su única confidente, le animó a visitar a una psicóloga para que ésta le ayudara y aconsejara en lo que debía hacer y qué decisión debía tomar con respecto a su matrimonio. No se dio cuenta que, su marido, la siguió hasta la consulta de aquella profesional y después, cuando salió, escondido entre la gente hasta que llegó a su casa no la perdió de vista. Las niñas estaban en el colegio.
Entró con la furia dibujada en su rostro. Él no sabía que había ido en busca de ayuda e interpretó la visita de ella en aquel edificio como que había ido “a ver a su chulo”. Seguro que había estado con otro. Aquellas imágenes en la cama con otro le volvieron loco.
La empujó primero contra la pared, le propinó golpes por todo el cuerpo. La desnudó a tirones, la pateó en el suelo. Le pisó la cabeza. La siguió golpeando con saña pese a que ella sangraba en abundancia. Cogió la barra de las cortinas, que había tirado al suelo en su ataque de furia, y la golpeó en repetidas ocasiones. La forzó con las manos buscando restos de semen de otros hombres. La violó dos veces. La penetró por el ano vejándola y maldiciendo la hora que se había casado con aquella “puta en celo”… Le hacía un daño terrible. Hasta que llegó un momento que a ella le daba igual lo que le hiciera pues se había abandonado por completo en ese  estado de semi inconsciencia que produce el dolor desgarrado. Un dolor que puede ser incluso “dulce” pues, de tan fuerte, te hace perder el conocimiento.
Cuando el se marchó de casa, llamó como pudo a su amiga para que la ayudara. Fueron rápidamente a urgencias. Desde el centro sanitario pusieron en marcha el protocolo de actuación que se hace en estos casos y a los pocos minutos, varios agentes de la Policía Nacional, le tomaban declaración.
No recuerda con exactitud que ocurrió después. Sabe que se fue a casa y que subió sola. Nada más cerrar la puerta, llegó él. Al parecer la había estado siguiendo y vio como había hablado con la policía. Estaba en la cocina preparándose una infusión de tila, cuando entró precipitadamente, de nuevo golpes, insultos, patadas y sin darse cuenta apenas, sintió que algo le desgarraba las entrañas. Una y otra vez y otra, y otra más… el cuchillo que había junto al “jamonero” entraba y salía de su cuerpo como si fuera de mantequilla y la sangre encharcaba el suelo gris de la cocina. Un río de sangre que se colaba, incluso, por debajo de los muebles de cocina que con tanto sacrificio había comprado ella cuando preparaba la boda con aquel miserable del que se había enamorado.

No sabe más. No recuerda nada más. Su cuerpo cubierto de sangre está allí desmadejado y roto en mil pedazos. Él ha salido huyendo de la cocina. Ella está feliz. No siente nada, no le duele nada. Contempla la escena desde arriba, como si estuviera colgada del techo. Lo ve todo desde otra dimensión. Todo es paz y silencio. Una luz blanca, intensa, deslumbrante, se la ha llevado no sabe dónde. Solo se ha dado cuenta que, desde que entró en ese túnel de luz, no le duele nada, no siente nada. Todo es paz, quietud y silencio.
Patricia, Cristina y Mercedes han vuelto del colegio. Las oye que la están llamando desde el comedor. La buscan. Se imagina que han dejado sus mochilas, como siempre, encima del sofá de cualquier manera. Oye las pisadas por el pasillo. Vienen corriendo. Se acercan. Ahí las tiene a las tres. Quietas como estatuas. Se han quedado paralizadas. Contemplan su cuerpo roto en mil pedazos, la sangre que todo lo ocupa.. Patricia, la mayor, se abraza a Mercedes. Cristina se tira encima de aquel cuerpo y grita desolada: “Mama, mama, mama, mama”……

Ella lo ve todo “desde otra dimensión” donde jamás volverá a sentir dolor.

jueves, 3 de marzo de 2011

EL ABUELO

Todavía retumbaban en su mente las palabras dichas por el sacerdote en el entierro. Palabras que, a ella, le parecieron huecas y sin sentido pues por mucho que quisieran consolarla, la pérdida del abuelo era el primer mazazo que se llevaba en su vida. Y más tratándose de un ser admirable como él.
Tampoco quiso acompañar a sus familiares en el traslado del cadáver al cementerio y se negó en todo momento a portar coronas y ramos de flores como era la costumbre. Alejada de todos, en un segundo plano, vivía aquellos amargos momentos cuando el féretro era introducido en la fosa como si estuviera viendo una película, como si ocupara un segundo plano, como si nada fuera real.
Sentada en la cama de matrimonio de los abuelos pensaba en todo eso mientras, sus familiares, estaban en otras estancias de la vieja casa de campo donde vivían y que ya, sin su presencia, no sería nunca más la misma. A su mente llegaban recuerdos de tantos y tantos buenos momentos vividos junto a ellos. Sus días libres de colegio y vacaciones, o fines de semana cuando acompañaba a la abuela y la ayudaba en las tareas de la casa que por algo era la nieta mayor. A los largos diálogos con aquel ser maravilloso que era su abuelo y que, con su irreparable pérdida tantos secretos se había llevado para siempre a la tumba. Los cuentos, historias y relatos que le gustaba escuchar de su boca y que la transportaban a un mundo irreal y de fantasía. Historias vividas por aquel ser maravilloso e irrepetible en unos lugares, para ella entonces desconocidos, donde su abuelo como tantos otros ganaba el sustento lejos de España para que sus hijos, su madre y sus tíos, tuvieran un futuro mejor.
El abuelo, culto, ilustrado, lector empedernido y republicano, tuvo que “soportar” la vergüenza de verse doblegado por un gobierno militar, impuesto por las armas y el terror, que obligó a su innata prudencia a no significarse nunca pues detrás de él estaban su mujer, su gran amor, y sus hijos. Guardó para siempre en el corazón su “bandera tricolor” y sus esperanzas pero nunca abandonó sus ideales y sus ilusiones en un mañana mejor. Trabajaba de sol a sol en aquel campo que, con tanto sudor, había podido adquirir después de muchos años cultivando la tierra para el “señorito” Una de sus mayores ilusiones se había cumplido. Cultivar su tierra. Tener su trocito de huerta donde poder plantar patatas, lechugas, tomates, habas y ajos que, más tarde, su mujer, su gran amor, vendería en un puesto del mercado del pueblo.
Todos los días, antes de salir el sol, la vieja furgoneta cargada de animales y productos de la tierra para vender en el mercado diario. Ese eran sus recuerdos de niña. Esos precisamente. Los fines de semana en la huerta de los abuelos. Ayudar como podía y por la noche, siempre, siempre, las historias que el abuelo le contaba cuando la tomaba sobre sus rodillas y le hablaba de tierras lejanas, del amor, de la libertad, del sufrimiento y sobre todo de lo mucho que quería a su abuela. Siempre igual, siempre lo mismo. Y ella contando las horas que faltaban para que llegara el viernes por la noche e ir a dormir a la huerta para estar con el abuelo. Ese luchador infatigable que, hacia unas horas tan solo, había sentido el abrazo de la tierra en aquel cementerio como si, ésta, le hubiera estado esperando para agradecerle los mimos y cuidados que él le había dedicado durante toda su vida.
Aquel hombre no quería que sus hijos pasaran sus penurias y estrecheces. Aquel hombre necesitaba labrarles a sus hijos un destino mejor y que no fueran esclavos de la tierra como él lo era. Por eso, en la década de los sesenta, cuando “media España” hizo las maletas, aquellas maletas de cartón-piedra atadas con cuerdas de esparto, él hizo la suya y todos los años, en llegando los días del otoño, abandonaba su terruño para ir a trabajar a Francia donde, con sus manos, vendimiaba a cambio de un salario que, entonces,  le parecía un autentico lujo. Gracias a eso, sus hijos, podrían ir a la escuela, al instituto, a la Universidad y tener una “carrera” que él, pobre campesino republicano e idealista, nunca pudo tener.
Fueron muchos años de tristes separaciones de su mujer, su gran amor. Fueron muchos años de viajes interminables en aquellos trenes de vapor cuando la carbonilla le tiznaba la cara en los viejos vagones de “tercera” sentado en incomodísimos asientos de listones de madera. Fueron largas travesías compartiendo con unos y con otros los bocadillos de embutido de la tierra que con tanto mimo le preparaba su mujer antes de la partida y compartiendo, también, chascarrillos e historias de gentes y pueblos que él solo conocía de leer su nombre en los periódicos. Años de estrecheces y penurias. Años de nostalgias y tristezas cuando en la soledad de aquella casa compartida, en el sur del país vecino, llegaba la noche y echaba de menos el “calor” de su mujer, su gran amor, que a aquellas horas seguro estaría dando de comer a los animales, preparando los bultos de verdura para el mercado del día siguiente o simplemente acostada también después que los hijos estuvieran durmiendo. Todo tenía que hacerlo ella, que lo hacía gustosa, mientras él estaba en la vendimia.
Así un año y otro y otro. Era la única esperanza de aquellos hombres y mujeres de la España en “blanco y negro”. De aquel país de miserias; de pan duro, de bombillas a media luz, de pantalones remendados, chaquetas deshilachadas, rodilleras y calcetines zurcidos. De restricciones y falta de libertades. De “discos dedicados” en las emisoras de radio donde, Juanito Valderrama, cantaba una y otra vez “el Emigrante” que se popularizó gracias, entre otras cosas, a los miles de reales que las familias pagaron para dedicarlos a los ausentes. De aquella España, en definitiva, donde las mujeres vestían de luto permanente poniendo en el paisaje urbano el verdadero color que todos llevaban en sus corazones. La patente estampa de la miseria, la pobreza y la tristeza.
Aquel abuelo emigrante consiguió lo que se propuso y que tantos sacrificios le costara. Situó a sus hijos en trabajos infinitamente más reconocidos que el suyo. A los que sirvieron; estudios universitarios a los otros estudios superiores, pero todos, los cuatro, no tuvieron nunca que esforzarse físicamente en “arañar” la tierra como no fuera por expreso capricho, como la madre de ella, que al igual que a su progenitor le encantaba el campo y la naturaleza. Pero, eso sí, ya solo por capricho y no por necesidad como él.
Eran imágenes, recuerdos y sensaciones que le transmitía aquella habitación de los abuelos donde, ella, se había refugiado tras volver del cementerio. Todo estaba como lo había dejado la abuela años antes, que fue la primera que murió, pues a partir de aquel momento, su marido, el abuelo, solo tenía ganas de morir también ya que la echaba tanto de menos que para él, la vida, no tenía ningún sentido. Tampoco es que se escondiera pues, incluso a ella, ya casada y esperando a su bebé, le dijo un día: “Conoceré a tu hijo, mi bisnieto, pero en un lugar más hermoso que éste pues lo veremos juntos tu abuela y yo”… Era un adelanto de lo que pasaría un par de meses más tarde pues quedaba claro que, aquel rudo hombre del campo, se había cansado ya de tanta lucha y tanto sacrificio y sin su mujer nada tenía sentido en la vida. Se dejó morir como les comentó un médico amigo de la familia.
Seguía sentada en la cama de matrimonio. La habitación en semi penumbra. Los recuerdos del abuelo, el hombre  que junto a su padre y su hijo mas quería en la vida, presentes en cada rincón de aquel recinto. La foto de la mesita de noche con ambos sonrientes, la vieja butaca donde, la abuela, tantas veces la esperaba sentada. Aquellas cortinas, tapando los hierros de la ventana, que se mecía caprichosa por el viento que acariciaba, fuera, el viejo albaricoquero que el abuelo le plantara precisamente a ella, por ser la primera nieta, y porque le encantaban a la niña los frutos de ese árbol.
Como también le gustaban, y esa tarde lo recordaba de manera especial, las tostadas de pan con tomate y un “chorrico” de aceite que su abuela le preparaba, junto al tazón de leche, todas las mañanas que ella amanecía en aquella casa y antes incluso de salir el sol la acompañaba al mercado del pueblo a vender los frutos que sus abuelos recolectaban del huerto familiar.
Recuerdos y más recuerdos. Vivos, presentes, grabados a fuego. Desde abajo llegaban los rumores de las conversaciones que mantenían sus padres, sus tíos, sus hermanos y primos. Se levantó de la cama, donde había estado sentada, pues tampoco quería que se preocuparan por ella. Y cuando lo hizo, la vista, se fue sola hacia el techo del viejo armario “de luna”, el viejo mueble que guardaba todavía la ropa de sus abuelos. Al hacerlo se fijó detenidamente en algo que había arriba.
 Allí estaba como si nadie la hubiera tocado. Como mudo testigo y compañera fiel de los viajes de aquel hombre: La vieja maleta de cartón-piedra. La maleta de cuadros que durante tantos y tantos años fue la compañera infatigable de su abuelo cuando, cruzando España en un viejo vagón de tercera, iba hacia Francia para vendimiar y traer unos francos ahorrados que servirían, entre otras cosas, para que sus hijos se labraran un futuro mucho mejor que su presente.
La cogió, la apretó contra su pecho y esta vez tumbada sobre la cubierta de ganchillo en la vieja cama de matrimonio, lloró amargamente. Los abuelos, sus abuelos, desde el portarretratos de la mesita de noche la miraban solo a ella.